Page 264 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Sin prestar atención a la descabellada propuesta —pues sabía que era uno

               de  los  gestos  que  la  naturaleza  afgana  exige  continuamente—  Steve  se
               levantó, se sacudió el polvo de los pantalones y, mirando en dirección a los
               jinetes, convertidos ahora en manchas blancas en el remoto desierto, dijo con
               tono pensativo:

                    —Esos tipos cabalgan como si tuvieran algún objetivo definido en mente,
               no como corren los hombres que huyen de la derrota.
                    —Sí —admitió Yar Ali de inmediato, sin considerar que eso entrara en
               contradicción con su talante y con su sanguinaria sugerencia—. Van en busca

               de más de su calaña. Son halcones que no renuncian fácilmente a su presa.
               Mejor que cambiemos de posición cuanto antes, sahib Steve. Volverán. Puede
               que tarden un par de horas, puede que tarden un par de días, depende de lo
               alejado que esté el oasis de su tribu. Pero volverán. Tenemos armas y vidas, y

               quieren ambas. Y mira.
                    El afgano sacó el cartucho vacío y deslizó una única bala en la recámara
               de su rifle.
                    —Mi última bala, sahib.

                    Steve asintió.
                    —A mí me quedan tres.
                    Los asaltantes a quienes sus balas habían derribado de la silla habían sido
               saqueados por sus propios compinches. Era inútil registrar los cadáveres que

               yacían en la arena en busca de munición. Steve levantó su cantimplora y la
               agitó.  No  quedaba  mucha  agua.  Sabía  que  Yar  Ali  tenía  poco  más  que  él,
               aunque el enorme afridi, al haberse criado en una tierra desértica, necesitaba
               menos agua y no había gastado tanta como el americano; y eso a pesar de que

               este, para ser blanco, era tan duro y resistente como un lobo. Mientras Steve
               desenroscaba  el  tapón  de  la  cantimplora  y  bebía  con  moderación,  revisó
               mentalmente  la  cadena  de  acontecimientos  que  les  habían  llevado  a  su
               situación actual.

                    Vagabundos, soldados de fortuna, unidos por el azar y atraídos por una
               admiración mutua, Steve y Yar Ali habían vagabundeado desde la India hasta
               el  Turquestán  pasando  por  Persia,  convertidos  en  una  pareja  de  apariencia
               dudosa  pero  de  grandes  recursos.  Impulsados  por  un  ansia  infatigable  de

               viajar, su objetivo declarado —que expresaron en juramento y que a veces se
               creían ellos mismos— era conseguir un impreciso y todavía no descubierto
               tesoro, alguna olla de oro que estuviera esperándoles al pie de un arco iris que
               aún no existía.







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