Page 267 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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que dos hombres podrían desafiar de esa manera al desierto y sobrevivir, y
mucho menos arrebatar de su profundo seno los secretos de las eras pasadas!
Y ese absurdo relato de una mano de esqueleto que se aferraba a una joya
flamígera en una ciudad muerta. ¡Tonterías! ¡Qué cuento chino! Debía de
estar loco para haberle concedido algún crédito, decidió el americano con la
claridad de juicio que proporcionan el sufrimiento y el peligro.
—Bueno, en marcha, viejo caballo —dijo Steve, levantando el rifle—. Lo
mismo da morirse de sed o que nos disparen los hermanos del desierto. De
una forma u otra, aquí no hacemos nada.
—Dios da —admitió Yar Ali alegremente—. El sol se pone por el oeste.
Pronto la frescura de la noche nos envolverá. Tal vez todavía podamos
encontrar agua, sahib. Mira, el terreno cambia hacia el sur.
Clarney se protegió los ojos para mirar hacia el sol moribundo. Pasado
cierto punto, una extensión desolada de varias millas de ancho, el paisaje se
volvía más irregular, y aparecían unas colinas recortadas. El americano se
echó el rifle sobre el brazo y suspiró.
—Sigamos adelante; aquí somos alimento para los buitres.
El sol se puso y salió la luna, inundando el desierto con su extraña luz
plateada. Esta caía dispersa y brillaba en largas ondulaciones, como si un mar
hubiera quedado repentinamente inmóvil. Steve, asediado ferozmente por una
sed que no se atrevía a saciar por completo, maldijo para sus adentros. El
desierto era hermoso bajo la luna, con la belleza de una sirena de frío mármol
que atrajera a los hombres a su destrucción. ¡Qué búsqueda de locos!, repetía
su fatigado cerebro; el Fuego de Asurbanipal se retiraba hacia los laberintos
de la irrealidad con cada cansino paso que daba. El desierto se había
convertido no sólo en un erial físico, sino en la tiniebla grisácea de los eones
perdidos, en cuyas profundidades dormían cosas ocultas.
Clarney tropezó y lanzó un juramento; ¿empezaba ya a flaquear? Yar Ali
caminaba con el paso ágil e incansable del hombre de la montaña, y Steve
apretó los dientes, obligándose a un esfuerzo mayor. Por fin entraron en el
terreno irregular, y el camino se hizo más difícil. Barrancos suaves y
estrechas quebradas acuchillaban la tierra con dibujos ondulantes. La mayoría
estaban llenos de arena, y no había rastro alguno de agua.
—Este terreno fue alguna vez un oasis —comentó Yar Ali—. Alá sabe
hace cuántos siglos que lo conquistó la arena, al igual que la arena ha
invadido tantas ciudades del Turquestán.
Siguieron adelante como muertos que avanzaran por el país gris de la
muerte. La luna se volvió roja y siniestra a medida que descendía, y una
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