Page 271 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Con esta broma macabra, Clarney vació su cantimplora y Yar Ali le imitó.
Se habían jugado su último as; el resto quedaba en manos de Alá.
Avanzaron por la ancha avenida, y Yar Ali, que no conocía el miedo ante
enemigos humanos, miraba nervioso a derecha e izquierda, casi esperando ver
alguna cara cornuda y fantástica mirándole burlona desde detrás de una
columna. Steve mismo sentía la sombría antigüedad del sitio, y casi temía una
embestida de carros de guerra de bronce que llegaran por las calles olvidadas,
o el estallido repentinamente amenazador de trompetas de bronce. Pensó que
el silencio en las ciudades muertas era mucho más intenso que en el desierto
abierto.
Llegaron hasta los portales del gran templo. Filas de gigantescas columnas
flanqueaban la ancha puerta, que estaba cubierta de arena hasta la altura de
los tobillos, y de la cual surgían arqueándose inmensos marcos de bronce que
antaño habían sujetado poderosas puertas, cuya madera pulida se había
podrido siglos antes. Entraron en un enorme vestíbulo de luz crepuscular y
neblinosa, cuyo oscuro techo de piedra se mantenía sobre columnas parecidas
a troncos de árboles del bosque. El conjunto de la arquitectura producía una
sensación de magnitud impresionante, y de esplendor triste y abrumador,
como si fuera un templo construido por gigantes sombríos como morada para
dioses oscuros.
Yar Ali caminaba sigilosamente, como si temiera despertar a los dioses
durmientes, y Steve, aun sin las supersticiones del afridi, también sentía cómo
la macabra majestuosidad del lugar posaba sus sombrías manos sobre su
alma.
No vieron ningún rastro de huellas en el grueso polvo del suelo; había
pasado medio siglo desde que el aterrorizado turco había huido de estas
estancias silenciosas como si le persiguiera el diablo. En cuanto a los
beduinos, era fácil entender por qué los supersticiosos hijos del desierto
evitaban esta ciudad encantada. Pues encantada estaba, si no por fantasmas de
verdad, sí por la sombra de su esplendor perdido.
Mientras avanzaban por las arenas del vestíbulo, que parecía interminable,
Steve se planteó muchas preguntas: ¿Cómo pudieron construir semejante
ciudad los fugitivos de la cólera de rebeldes enfurecidos? ¿Cómo atravesaron
el país de sus enemigos, pues Babilonia estaba entre Asiria y el desierto
árabe? Pero tampoco tenían otro sitio al que ir; hacia el oeste estaban Siria y
el mar, y al norte y al este abundaban los «peligrosos medas», aquellos
feroces arios cuya ayuda había endurecido el brazo de Babilonia para
convertir en polvo a su enemigo.
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