Page 269 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Steve se puso en pie de un salto, como si se hubiera liberado un muelle de
acero. Mientras miraba con el aliento entrecortado, un grito feroz escapó de
sus labios. A sus pies, la pendiente del risco se convertía en una ancha y
uniforme extensión de arena que se alargaba hacia el sur. Y muy lejos, al otro
lado de las arenas, ante sus esforzados ojos, la «colina» fue tomando forma
lentamente, como un espejismo que surgiera de las arenas cambiantes.
Vio grandes muros desiguales, inmensas almenas; a su alrededor se
arrastraban las arenas como si fueran una cosa viva e inteligente que se
elevaba hasta lo alto de los muros, suavizando el áspero perfil. No era de
extrañar que a primera vista hubiera parecido una colina.
—¡Kara-Shehr! —exclamó Clarney ferozmente—. ¡Beled-el-Djinn! ¡La
ciudad de los muertos! ¡Al final resulta que no era una fantasía! ¡La hemos
encontrado! ¡Por los Cielos, la hemos encontrado! ¡Venga! ¡Vamos allá!
Yar Ali agitó la cabeza inseguro y murmuró algo entre clientes sobre los
djinn malignos, pero le siguió. La visión de las ruinas había acabado con la
sed y el hambre de Steve, y la fatiga que un par de horas de sueño no había
conseguido eliminar por completo. Avanzó dando tumbos con gran velocidad,
ignorando el calor creciente, con los ojos brillantes por el ansia del
explorador. No era tan sólo la codicia de la fabulosa gema lo que había
provocado que Steve Clarney arriesgara su vida en aquellas inhóspitas tierras;
en lo más hondo de su alma acechaba la antigua herencia del hombre blanco,
el impulso de buscar los sitios ocultos del mundo, y ese impulso se había visto
conmovido profundamente por los viejos relatos.
Mientras cruzaban la llana extensión que separaba el terreno irregular de
la ciudad, vieron cómo las derruidas murallas tomaban forma con mayor
claridad, como si surgieran del cielo de la mañana. La ciudad parecía
construida con enormes bloques de piedra negra, pero no se podía saber hasta
qué altura habían llegado las murallas, debido a la arena que se amontonaba
en su base; en muchos sitios se habían desmoronado y la arena ocultaba los
fragmentos por completo.
El sol alcanzó su cénit y la sed se hizo presente a pesar del entusiasmo y
el ardor, pero Steve dominó con vigor su sufrimiento. Sus labios estaban
resecos e hinchados, pero no quiso tomar el último trago hasta que hubieran
alcanzado la ciudad en ruinas. Yar Ali humedeció sus labios con su propia
cantimplora e intentó compartir el resto con su amigo. Steve agitó la cabeza y
siguió adelante.
Bajo el feroz calor de la tarde del desierto alcanzaron las ruinas, y tras
pasar a través de una amplia grieta en la muralla derruida, contemplaron la
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