Page 266 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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y a través de las arenas del Turquestán, hasta llegar al país de las montañas y

               más  allá.  Historias  imprecisas,  murmuraciones  de  una  ciudad  negra  de  los
               djinn, en las profundas brumas de un desierto encantado.
                    Así,  siguiendo  el  rastro  de  la  leyenda,  los  compañeros  habían  llegado
               desde Shiraz a un pueblo en la costa árabe del Golfo Pérsico, y allí habían

               oído más cosas de boca de un anciano que había sido buscador de perlas en su
               juventud. Padecía la locuacidad propia de la edad y contaba historias que le
               habían relatado vagabundos de las tribus que, a su vez, las habían oído de los
               nómadas salvajes del interior profundo; y una vez más Steve y Yar Ali oyeron

               hablar de la silenciosa ciudad negra con bestias gigantes labradas en piedra, y
               del sultán esquelético que poseía la gema flamígera.
                    Fue así como Steve, insultándose mentalmente por ser tan estúpido, había
               dado el paso, y Yar Ali, convencido de que existen toda clase de cosas en el

               seno  de  Alá,  le  había  acompañado.  Sus  escasos  fondos  apenas  les  habían
               bastado para conseguir camellos y provisiones para una arriesgada y rápida
               incursión en lo desconocido. Su único mapa habían sido los vagos rumores
               que mencionaban la supuesta localización de Kara-Shehr.

                    Habían  seguido  días  de  duro  viaje,  forzando  a  los  animales  y
               economizando  el  agua  y  la  comida.  Entonces,  en  las  profundidades  del
               desierto en el que habían penetrado, se habían encontrado con una cegadora
               tormenta de arena en la cual habían perdido los camellos. Después de eso,

               vinieron  largas  millas  de  avanzar  tambaleantes  a  lo  largo  de  las  arenas,
               azotados  por  un  sol  ardiente,  sobreviviendo  con  el  agua  que  rápidamente
               menguaba en sus cantimploras, y con la comida que Yar Ali llevaba en una
               bolsa.  Ya  no  pensaban  en  hallar  ninguna  ciudad  mítica.  Seguían  adelante

               ciegamente, con la esperanza de tropezarse con un manantial; sabían que a sus
               espaldas no había ningún oasis en una distancia que pudieran tener esperanzas
               de  recorrer  a  pie.  Era  una  posibilidad  desesperada,  pero  era  la  única  que
               tenían.

                    Entonces,  los  halcones  vestidos  de  blanco  se  habían  precipitado  sobre
               ellos,  surgiendo  de  la  bruma  del  horizonte,  y  parapetados  en  una  trinchera
               poco  profunda  y  apresuradamente  excavada,  los  aventureros  habían
               intercambiado  disparos  con  los  jinetes  salvajes  que  les  rodeaban  a  gran

               velocidad. Las balas de los beduinos habían rebotado sobre su improvisada
               fortificación, arrojándoles polvo a los ojos y arrancando pedacitos de ropa de
               sus vestiduras, pero por pura suerte ninguno de los dos había sido alcanzado.
                    Su único golpe de suerte, reflexionó Clarney, mientras se maldecía por ser

               un necio. ¡Qué empresa absurda había sido esta desde el principio! ¡Pensar




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