Page 265 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Fue en la antigua Shiraz donde oyeron hablar del Fuego de Asurbanipal.

               De labios de un anciano comerciante persa, que sólo se creía a medias lo que
               les  contaba,  oyeron  el  relato  que  él  a  su  vez  había  oído  de  unos  labios
               balbucientes por el delirio, en su lejana juventud. Cincuenta años antes, había
               formado parte de una caravana que, vagabundeando por la costa sur del Golfo

               Pérsico para comerciar con perlas, había seguido la pista de una rara perla
               hasta internarse en el desierto.
                    No encontraron la perla, que según los rumores había sido descubierta por
               un buceador y fue robada por un sheik del interior, pero sí recogieron a un

               turco que se moría de inanición, de sed y de una bala que llevaba hundida en
               el  muslo.  Mientras  perecía  delirante,  balbució  un  relato  absurdo  sobre  una
               silenciosa  ciudad  muerta  de  piedra  negra  que  se  hallaba  en  las  arenas
               cambiantes  del  desierto,  muy  hacia  el  oeste,  y  de  una  gema  llameante

               atrapada entre los dedos huesudos de un esqueleto en un trono antiguo.
                    El  turco  no  se  había  atrevido  a  traerla  consigo,  debido  a  un  espantoso
               horror  que  acechaba  en  aquel  sitio,  y  la  sed  le  había  vuelto  a  arrojar  al
               desierto,  donde  los  beduinos  le  habían  perseguido  y  herido.  Pero  había

               escapado, cabalgando sin descanso hasta que su caballo se desplomó bajo sus
               piernas. Murió sin contar cómo había conseguido llegar a la ciudad mítica,
               pero  el  anciano  comerciante  pensó  que  debía  de  haber  llegado  desde  el
               noroeste,  y  que  era  un  desertor  del  ejército  turco  que  intentaba

               desesperadamente llegar hasta el Golfo.
                    Los hombres de la caravana no hicieron ningún intento por internarse aún
               más  en  el  desierto  en  busca  de  la  ciudad;  pues,  según  dijo  el  viejo
               comerciante,  creían  que  era  una  Ciudad  del  Mal  muy  antigua  de  la  que  se

               habla en el Necronomicon del árabe loco Alhazred, la ciudad de los muertos
               sobre  la  que  pesaba  una  antigua  maldición.  Las  leyendas  la  mencionaban
               vagamente: los árabes la llamaban Beled-el-Djinn, la Ciudad de los Diablos, y
               los  turcos,  Kara-Shehr,  la  Ciudad  Negra.  Y  la  gema  era  aquella  antigua  y

               maldita joya que perteneció a un rey hace mucho tiempo, a quien los griegos
               llamaban Sardanápalo y los pueblos semitas Asurbanipal.


                    Steve  se  sintió  fascinado  por  el  relato.  Aunque  reconocía  para  sus
               adentros que era sin duda otro de los diez mil cuentos que circulaban sobre el

               Oriente,  seguía  existiendo  la  posibilidad  de  que  Yar  Ali  y  él  hubieran
               tropezado con una pista real de esa olla de oro junto al arco iris que tanto
               habían  buscado.  Y  Yar  Ali  había  oído  rumores  con  anterioridad  sobre  una
               ciudad  silenciosa  en  las  arenas;  ciertas  historias  habían  acompañado  a  las
               caravanas que se dirigían rumbo a Oriente pasando por las tierras altas persas



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