Page 270 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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ciudad muerta. La arena ahogaba las calles antiguas y otorgaba formas
fantásticas a las columnas inmensas, caídas y medio ocultas. Tan derruido y
tan cubierto por la arena estaba el conjunto que los exploradores apenas
podían distinguir el plano original de la ciudad; ahora sólo era un vertedero de
arena amontonada y piedra desmoronada sobre el que flotaba un aura de
indescriptible antigüedad, como si fuera una nube invisible.
Pero directamente delante de ellos se abría una ancha avenida, cuyo
contorno ni siquiera las agresivas arenas y los vientos del tiempo habían
podido desfigurar. A cada lado del amplio camino había hileras de enormes
columnas, de una altura que no era extraordinaria, incluso contando con que
la arena ocultaba sus bases, pero sí eran increíblemente gruesas. En lo alto de
cada columna se erigía una figura labrada en piedra sólida, grandes imágenes
sombrías, mitad humanas, mitad bestiales, que participaban de la
amenazadora brutalidad de toda la ciudad. Steve lanzó una exclamación de
asombro.
—¡Los toros alados de Nínive! ¡Los toros con cabeza de hombre! ¡Por los
santos, Ali, los antiguos relatos son ciertos! ¡Fueron los asirios quienes
construyeron esta ciudad! ¡La historia entera es verdad! Debieron de venir
aquí cuando los babilonios destruyeron Asiria. ¡Todo este lugar es idéntico a
las imágenes que he visto de reconstrucciones de la antigua Nínive! ¡Y mira!
Señaló hacia más abajo de la ancha calle, donde había un gran edificio
que alcanzaba hasta el otro extremo, una construcción inmensa y
amenazadora cuyas columnas y muros de sólidos bloques de piedra negra
desafiaban los vientos y arenas del tiempo. El erosionador y flotante mar de
arena bañaba sus cimientos, inundando sus entradas, pero harían falta mil
años para anegar la edificación completa.
—¡Una morada de diablos! —murmuró Yar Ali, intranquilo.
—¡El templo de Baal! —exclamó Steve—. ¡Vamos! Temía que
encontrásemos todos los palacios y templos ocultos por la arena y que
tuviéramos que excavar para encontrar la gema.
—De poco nos servirá —murmuró Yar Ali—. Aquí es donde moriremos.
—Probablemente. —Steve desenroscó el tapón de su cantimplora—.
Tomemos nuestro último trago. En todo caso, estamos a salvo de los árabes.
No se atreverán a venir aquí, con sus supersticiones. Beberemos y después
moriremos, supongo, pero antes encontraremos la joya. Cuando me
desvanezca, quiero tenerla en la mano. Puede que dentro de un par de siglos
algún afortunado hijo de su madre encuentre nuestros esqueletos… y la gema.
¡Brindo por él, quienquiera que sea!
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