Page 321 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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—¿Joan?  —dijo  lentamente—.  No  he  oído  ese  nombre  desde  hace  una

               generación. Parece que me he quedado dormido, caballeros; no recuerdo…
               les  pido  perdón.  Los  ancianos  se  quedan  dormidos  junto  al  fuego,  como
               perros viejos. ¿Me preguntaban por Blassenville Manor? Señor, si le dijera
               por  qué  no  puedo  contestarle,  lo  consideraría  una  mera  superstición.  Pero

               pongo al Dios del hombre blanco por testigo…
                    Mientras hablaba, alargó la mano sobre la hoguera para agarrar un pedazo
               de  madera,  tanteando  entre  el  montón  de  leña.  Y  su  voz  se  quebró  en  un
               chillido, mientras retiraba el brazo con una convulsión. Una cosa horrible, que

               se retorcía y arrastraba, volvía con él. Alrededor del brazo del hombre-vudú
               había enrollada una franja de piel moteada y una perversa cabeza con forma
               de cuña que se giraba para atacar con furia silenciosa.
                    El  viejo  cayó  sobre  la  fogata,  gritando,  derribando  el  cazo  hirviente  y

               desperdigando  las  ascuas,  y  entonces  Buckner  agarró  un  leño  y  aplastó  la
               plana  cabeza.  Maldiciendo,  echó  a  un  lado  el  cuerpo  tenso  y  retorcido,
               observando brevemente la cabeza destrozada. El viejo Jacob había dejado de
               gritar y de agitarse; se había quedado quieto, mirando con ojos vidriosos hacia

               arriba.
                    —¿Muerto? —susurró Griswell.
                    —Muerto  como  Judas  Iscariote  —replicó  Buckner,  frunciendo  el  ceño
               ante el reptil que se contraía—. Esa serpiente infernal le ha metido veneno

               suficiente en las venas para matar a una docena de hombres de su edad. Pero
               creo que fueron la sorpresa y el miedo lo que le mató.
                    —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Griswell, temblando.
                    —Dejar  el  cuerpo  sobre  ese  camastro.  Nada  podrá  hacerle  daño,  si

               aseguramos  la  puerta  para  que  los  puercos  salvajes  no  puedan  entrar,  ni
               tampoco ningún gato. Mañana lo llevaremos a la ciudad. Esta noche tenemos
               trabajo que hacer. En marcha.
                    Griswell  recelaba  de  tocar  el  cadáver,  pero  ayudó  a  Buckner  a  ponerlo

               sobre el burdo camastro, y después salió precipitadamente de la cabaña. El sol
               flotaba sobre el horizonte, visible en deslumbrantes llamaradas rojas a través
               de los negros troncos de los árboles.
                    Subieron  al  coche  en  silencio,  y  volvieron  dando  botes  por  el  sendero

               lleno de baches.
                    —Dijo que la Gran Serpiente enviaría a una de sus hermanas —murmuró
               Griswell.
                    —¡Tonterías! —bufó Buckner—. A las serpientes les gusta el calor, y el

               pantano  está  lleno  de  ellas.  Se  metió  arrastrándose  y  se  enroscó  entre  la




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