Page 44 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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cruzados sobre el pecho y con una sonrisa en su rostro encantador, y si hay un
cielo para los cristianos, allí está ella junto a los mejores, lo juro.
»Bueno, nos alejamos tambaleantes bajo la luz de la luna y mis heridas
seguían sangrando y yo estaba casi agotado. Lo único que me mantenía en
marcha era una especie de instinto de supervivencia propio de una bestia
salvaje, imagino, pues si alguna vez he estado próximo a dejarme caer y
morir, fue entonces. Puede que hubiéramos avanzado una milla cuando los
sumerios se jugaron su último as. Creo que habían comprendido que
habíamos escapado de sus garras y llevábamos demasiada ventaja para ser
atrapados.
»En todo caso, de pronto ese maldito gong empezó a resonar. Me dieron
ganas de aullar como un perro rabioso. Esta vez era un sonido distinto. Nunca
he visto ni oído un gong antes o después cuyas notas pudieran transmitir
tantos significados distintos. Era una llamada insidiosa, un ansia horripilante,
pero a la vez una orden perentoria para que regresáramos. Amenazaba y
prometía; si su atracción había sido grande antes de que estuviéramos en
aquella torre de Babel y sintiéramos su pleno poder, ahora era casi irresistible.
Era hipnótica. Ahora sé cómo se sienten encantados por la serpiente algunos
pájaros y cómo la misma serpiente se siente cuando los faquires tocan la
flauta. No puedo ni empezar a hacerle entender el abrumador magnetismo de
aquella llamada. Hacía que uno quisiera contorsionarse y cortar el aire y
regresar corriendo, ciego y aullante, como una liebre que corre hacia las
fauces de una pitón. Tuve que combatirlo como un hombre lucha por su alma.
»En cuanto a Conrad, le había atrapado en sus garras. Se detuvo y se
meció como un borracho.
»—Es inútil —murmuró con voz apagada—. Me tira de las fibras del
corazón; ha encadenado mi cerebro y mi alma; reúne todo el encanto maligno
del universo. Debo volver.
»Y empezó a desandar dando tumbos el camino por el que habíamos
venido, en dirección a la mentira dorada que flotaba hasta nosotros
procedente de la selva. Pero pensé en la muchacha Naluna, que había dado su
vida para salvarnos de aquella abominación, y una furia extraña me dominó.
»—¡Escucha! —grité—. ¡No puedes hacerlo, maldito estúpido! ¡Has
perdido la chaveta! ¡No lo consentiré! ¿Me oyes?
»Pero no prestó atención, apartándome con los ojos de un hombre
hipnotizado, así que le di una buena: un derechazo directo a la mandíbula que
le tumbó, completamente inconsciente. Me lo eché sobre el hombro y
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