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FANTASMAS
lo que yo habría querido hacer con aquella torre, y tengo tres
años más que Morris: pisarla con los dos pies sólo por el pla-
cer de arrasar algo grande y construido con cuidado, como
un Godzilla de la Liga Menor.
Todo niño emocionalmente sano tiene ese instinto. Para
ser sinceros debo admitir que en mi caso lo tenía especialmen-
te desarrollado. Mi tendencia compulsiva a destruir cosas me
ha acompañado hasta la edad adulta, e incluyo en última ins-
tancia a mi mujer, a quien le desagradaba esta costumbre y me
lo dejó claro con los papeles del divorcio y un abogado de as-
pecto ictérico, con el encanto personal de una trituradora y tan
eficaz como ésta en los tribunales.
Morris, en cambio, pronto perdió todo interés en su cons-
trucción y pidió un vaso de jugo. Mi padre se lo llevó a la co-
cina mientras murmuraba que al día siguiente le traería a mi
hermano una bolsa gigantesca de vasos de papel, para que pu-
diera construir un castillo aún mayor en el sótano. Yo no me
podía creer que Morris hubiera dejado allí la torre. Era una ten-
tación que me resultaba irresistible. Me levanté del sofá, di unos
cuantos pasos vacilantes hacia él... y entonces mi madre me su-
jetó del brazo y me detuvo. Nuestras miradas se cruzaron y en
la suya había implícita una oscura amenaza. «Ni se te ocu-
rra.» Me solté de su brazo y salí de la habitación.
Mi madre me quería, pero rara vez me lo hacía saber, y
a menudo parecía mantenerme a distancia de cualquier de-
mostración afectiva. Me comprendía mucho mejor que mi pa-
dre. En una ocasión, jugando en el estanque de Walden, tiré
una piedra a un niño que me había salpicado. La piedra le dio
en el brazo y le hizo un feo moretón. Mi madre se ocupó de
que no volviera a nadar en todo el verano, aunque seguíamos
yendo a Walden Pond todos los sábados por la tarde para que
Morris pudiera chapotear un rato. Alguien les había dicho a
mis padres que nadar le resultaría terapéutico, y mi madre es-
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