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Mike había estudiado el cielo cuando él y Bill habían salido de casa de los
                Denbrough después de comer. Las nubes eran veleros de fondos negros, altos y
                pesados que navegaban velozmente por la neblina azul que cubría el cielo de
                horizonte a horizonte.
                   --Viene muy rápido -comentó-. Nunca vi una tormenta tan rápida.
                   Como para confirmarlo, estalló otro trueno.
                   --V-v-vamos -dijo Bill-. Po-pongamos el p-p-par-chís de E-E-Eddie en la ca-
                casita.
                   Echaron a andar por el sendero que habían abierto en las semanas
                transcurridas desde el incidente del dique. Bill y Eddie abrían la marcha, rozando
                con los hombros las anchas hojas verdes de los arbustos; los otros los seguían. El
                viento envió otra ráfaga que hizo susurrar los árboles y los matorrales. Más
                adelante, los cañaverales repiqueteaban misteriosamente como tambores en la
                selva.
                   --¿Bill? -dijo Eddie, en voz baja.
                   --¿Qué?
                   --Yo creía que esto pasaba sólo en las películas, pero... -Rió un poco-. Tengo la
                sensación de que alguien está observándome.
                   --Oh, e-e-están allí, c-c-claro -dijo Bill.
                   Eddie miró alrededor, nervioso y apretó un poco más su tablero de parchís.
                Luego




                   11. La habitación de Eddie, 3.05.

                   abrió la puerta a un monstruo salido de una historieta de terror.
                   Delante de él tenía una aparición cubierta de sangre que sólo podía ser Henry
                Bowers. Parecía un cadáver vuelto de la tumba. Su cara era una helada máscara
                de brujo que representaba el odio y el asesinato. Tenía la mano derecha a la
                altura de la mejilla. Aun mientras Eddie abría mucho los ojos y comenzaba a
                aspirar aterrorizado, la mano se disparó hacia adelante haciendo centellear la hoja
                como si fuera de seda.
                   Sin pensar (no había tiempo; si se hubiese detenido a pensar habría muerto),
                Eddie dio un empujón a la puerta para cerrarla. El canto de la hoja dio contra el
                antebrazo de Henry desviando la trayectoria de la navaja que quedó a dos
                centímetros del cuello de Eddie.
                   Se oyó un crujido: el del brazo de Henry, apretado contra el marco. El hombre
                soltó un grito apagado y abrió la mano. La navaja cayó ruidosamente al suelo.
                Eddie le dio una patada arrojándola bajo el televisor.
                   Henry aplicó todo su peso contra la puerta. Pesaba unos cuarenta y cinco kilos
                más que Eddie, que se vio empujado hacia atrás como un muñeco hasta que sus
                rodillas chocaron contra la cama y cayó en ella. Henry entró en la habitación y
                echó el cerrojo, mientras su víctima se incorporaba con los ojos muy abiertos. La
                garganta ya empezaba a silbarle.
                   --Bueno, marica -dijo Henry.
                   Sus ojos bajaron momentáneamente al suelo buscando la navaja. No la vio.
                Eddie buscó a tientas en la mesita de noche y encontró una de las dos botellas de
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