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agua Perrier que había pedido antes. Era la que estaba llena; había bebido el
contenido de la otra antes de ir a la biblioteca porque tenía los nervios destrozados
y una fuerte acidez estomacal. El agua Perrier era muy buena para la digestión.
Cuando Henry, olvidándose de la navaja, echó a andar hacia él, Eddie cogió por
el cuello la botella y la estrelló contra el borde de la mesita. El agua mineral siseó
en la superficie empapando los botes de píldoras que allí había.
Henry tenía la camisa y los pantalones pesados de sangre. Su mano derecha
pendía en un ángulo extraño.
--Grandísimo marica -dijo-. Ya te enseñaré yo a tirar piedras.
Se abalanzó sobre la cama y trató de agarrar a Eddie, que apenas comprendía
lo que estaba ocurriendo. Sólo habían pasado cuarenta segundos desde que
había abierto la puerta. Alzó la mano con el cuello de botella rota. El vidrio
desgarró la mejilla derecha de Henry y le perforó el ojo.
El enajenado soltó un grito afónico y se tambaleó hacia atrás. Un ojo pendía de
la cuenca, dejando escapar un fluido blanco amarillento. Su mejilla sangraba como
una fuente. El grito de Eddie sonó más potente. Se levantó de la cama y fue hacia
Henry, quizá para ayudarlo (no estaba seguro), pero el herido volvió a arrojarse
contra él. Eddie blandió la botella rota como si fuera una espada de esgrima; esa
vez las puntas de vidrio verde penetraron profundamente en la mano izquierda de
Henry. Sangró profusamente y emitió un sonido denso, ronco, Casi como si se
despejara la garganta. Luego arremetió contra Eddie, que cayó hacia atrás y se
golpeó contra el escritorio. Su brazo izquierdo quedó a su espalda y recibió todo el
peso de la caída. El dolor fue como una llamarada súbita, mareante. Sintió que el
hueso cedía a la altura de su vieja fractura y tuvo que apretar los dientes para
contener un alarido.
Una sombra bloqueó la luz.
Henry Bowers estaba de pie ante él balanceándose atrás y delante. Le fallaron
las rodillas. Su mano izquierda goteaba sangre sobre la bata de Eddie.
Éste, al ver que las rodillas de Bowers flaqueaban del todo, sujetó contra su
cuerpo el cuello de botella con las puntas hacia arriba y la tapa contra su esternón.
Henry cayó como un árbol, ensartándose en el vidrio. Eddie sintió que se le
rompía en la mano; un nuevo relámpago de dolor le estremeció el brazo izquierdo,
todavía torcido bajo el cuerpo. Sangre caliente cayó sobre él en una cascada;
tanto podía ser de Henry como la suya propia.
Bowers se retorcía y sus zapatos marcaron un ritmo casi sincopado en la
alfombra. Eddie percibió su aliento hediondo. Lo vio ponerse rígido y rodar sobre
sí con la botella grotescamente enterrada en su parte media, la tapa hacia el
techo, como si hubiera brotado allí.
--"Gug" -dijo Henry. Nada más. Clavó la vista en el techo.
Eddie pensó que había muerto. Luchando contra las oleadas de vértigo que
trataban de cubrirlo, y mantenerlo en el suelo, se incorporó sobre las rodillas y
logró ponerse de pie. Se renovó el dolor de su brazo roto, que se balanceaba
delante del cuerpo, y eso le despejó un poco la cabeza. Sibilante, luchando por
respirar, avanzó hacia la mesita de noche. Recogió su inhalador, que estaba en un
charco de agua; se lo llevó a la boca y apretó el gatillo. Después miró el cadáver
tendido en la alfombra. ¿Era posible que ése fuera Henry? Lo era, sin duda.