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Eddie pensó en su madre, que lo había visto salir con su tablero de parchís sin
                repetir ninguna dé las advertencias acostumbradas: "Ten cuidado, Eddie, busca
                refugio si llueve, no vayas a jugar brusco, Eddie." No le había preguntado si
                llevaba el inhalador, no le había indicado a qué hora debía regresar a casa ni lo
                había prevenido contra "esos chicos rudos con los que vas". Simplemente había
                seguido mirando su telenovela como si él no existiera.
                   Como si él no existiera.
                   Una versión del mismo pensamiento pasó por la mente de los seis: en algún
                momento, entre la mañana y la hora del almuerzo, se habían convertido en
                simples fantasmas.
                   Fantasmas.
                   --Bill -dijo Stan ásperamente-, ¿y si cruzamos? ¿Por Old Cape?
                   Bill meneó la cabeza.
                   --N-n-no creo. Q-q-qued-quedaríamos at-t-t-tra-pados en el ba-bambú..., el p-p-
                pantano... o hab-ha-bría p-p-pirañas de v-v-verdad en el K-K-kend-d-d-duskeag...
                O a-a-algo a-así.
                   Cada uno imaginó el mismo fin a su modo. Ben vio arbustos que, de pronto, se
                convertían en plantas carnívoras. Beverly vio sanguijuelas voladoras, como las
                que habían salido de aquella vieja nevera. Stan vio que la tierra lodosa del
                cañaveral vomitaba los cadáveres vivientes de niños atrapados en la famosa
                ciénaga. Mike Hanlon imaginó pequeños reptiles con horribles colmillos que
                surgían amenazadoramente por la grieta de un árbol hendido. Richie vio el Ojo
                Reptante que caía sobre ellos desde el puente de ferrocarril. Y Eddie imaginó al
                grupo trepando por el terraplén de Old cape, sólo para encontrarse, al llegar a la
                cima, con el leproso cuya piel floja hervía de escarabajos y gusanos.
                   --Si pudiéramos salir de la ciudad... -murmuró Richie.
                   Hizo una mueca mientras un trueno le gritaba su furiosa negativa desde el cielo.
                Llovió otro poco. De momento apenas eran chubascos, pero pronto arreciaría un
                verdadero diluvio. La calinosa paz del día ya había desaparecido por completo,
                como si nunca hubiera existido.
                   --Si pudiéramos salir de esta maldita ciudad -concluyó-, estaríamos a salvo.
                   --Bip-b... -empezó Beverly.
                   Pero una roca surgió de entre los matorrales alcanzando a Mike en la cabeza. El
                chico retrocedió, tambaleándose, sangrando por su gorra de motas. Habría caído
                si Bill no lo hubiera sujetado.
                   --¡Ya te enseñaré yo a tirar piedras! -La voz de Henry llegó hasta ellos, burlona.
                   Bill vio que los otros miraban alrededor con ojos desorbitados, listos para huir en
                distintas direcciones.
                   --¡B-b-ben!
                   Ben lo miró.
                   --Tenemos que huir, Bill. Están...
                   Otras dos piedras salieron lanzadas de los matorrales. Una golpeó a Stan en el
                muslo, arrancándole un grito, más de sorpresa que de dolor. Beverly esquivó la
                segunda, que rebotó en el suelo y pasó por la trampilla.
                   --¿Re-recuerdas e-e-el pr-primer día que e-e-estu-viste aq-quí -gritó Bill para
                hacerse oír sobre el trueno-. Cuc-cuándo t-terminaron las cla-claclases?
                   --¡Bill! -gritó Richie.
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