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cuantas luciérnagas, que habían llegado temprano a la fértil fiesta del verano,
                perforaban la oscuridad. Bill se dijo que aún habría niños que jugasen allí, pero
                ellos habían abierto sus propios caminos secretos.
                   Llegaron al claro donde habían hecho la casita del club, pero ya no había claro
                alguno. Los matorrales y ciertos pinos deslucidos lo habían reclamado para si.
                   --Mirad -susurró Ben.
                   Y cruzó el claro (en la memoria aún estaba allí, simplemente cubierto por otra de
                esas transparencias). Tiró de algo: era la puerta de caoba que habían encontrado
                en los bordes del vertedero y que había servido de trampilla para la casita. Había
                sido arrojada a un lado, pero parecía no haber sido tocada en diez o doce años.
                Las enredaderas se habían atrincherado sólidamente en su superficie sucia.
                   --Déjala, Ben -murmuró Richie-. Es vieja.
                   --Lléva-llévanos, B-Ben -repitió Bill, desde atrás.
                   Todos bajaron al Kenduskeag siguiéndole hacia la izquierda del claro que ya no
                existía. El ruido de agua se hacía cada vez más audible, pero estuvieron a punto
                de caer al río antes de verlo: el follaje había formado una muralla enmarañada en
                el borde del terraplén. El filo de tierra se rompió bajo los talones de Ben. Bill tuvo
                que sujetarlo por el cuello de la ropa.
                   --Gracias -dijo él.
                   --De nada. En los v-viejos ti-tiempos me hab-b-brías arrast-t-trado concontigo.
                ¿P-p-por allí?
                   Ben asintió y los condujo a lo largo de la ribera luchando con los matorrales y los
                espinos. Cuánto más fácil era aquello cuando sólo se medía un metro cuarenta y
                se podía pasar por debajo de casi todas las marañas (tanto las mentales como las
                del camino), con sólo agachar la cabeza. Bueno, todo cambiaba. "Nuestra lección
                de hoy, niños -pensó Ben-, es la siguiente: cuanto más cambian las cosas, más
                cambian. Quienquiera que haya dicho que cuanto más cambian las cosas, más
                siguen siendo lo mismo, padecía un retraso mental grave. Porque..."
                   Su pie se enganchó en algo y cayó con un golpe seco. Estuvo a punto de darse
                con la cabeza contra el cilindro de la estación de bombeo. Estaba casi
                completamente cubierto por un arbusto de moras. Al levantarse, se dio cuenta de
                que se había rasguñado la cara y las manos con las espinas en varios lugares.
                   --Que sean tres docenas -dijo, sintiendo que la sangre le corría en hilillos por las
                mejillas.
                   --¿Qué? -preguntó Eddie.
                   --Nada. -Se agachó para ver qué lo había hecho tropezar. Una raíz,
                probablemente.
                   Pero no era una raíz: era la tapa de hierro. Alguien la había sacado.
                   "Por supuesto -pensó Ben-. La sacamos nosotros hace veintisiete años."
                   De inmediato se dio cuenta de que era una idea loca, aun antes de haber visto
                las marcas de metal brillante a través del herrumbre, en surcos paralelos. Aquel
                día, la bomba no había estado funcionando, Tarde o temprano, alguien tenía que
                haber ido a repararla y no habría dejado de poner la tapa en su sitio.
                   Se incorporó. Los cinco se reunieron alrededor del cilindro y miraron hacia el
                interior. Se oía el leve ruido del agua que goteaba. Eso era todo. Richie había
                llevado todas las cerillas que había encontrado en la habitación de Eddie.
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