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casualidad asombrosa, le habían hecho daño. Pero antes los haría sufrir porque
                por un breve instante le habían hecho sentir miedo.
                   "Venid a mí, entonces -pensaba "Eso", escuchando sus pasos-. Venid a mí,
                niños, y veréis cómo flotamos aquí abajo... cómo flotamos todos."
                   Sin embargo, había un pensamiento que se insinuaba, por mucho que "Eso"
                intentara alejarlo de sí: si todas las cosas fluían de "Eso" (tal como había sido
                desde que la Tortuga había vomitado el universo y quedado desmayada dentro de
                su caparazón), ¿cómo era posible que alguna criatura de este mundo o cualquier
                otro lo burlara o lo hiriera, aunque sólo fuera nimia y brevemente? ¿Cómo era
                posible semejante cosa?
                   Así, una última novedad había venido a "Eso", no ya emoción, sino fría
                especulación: ¿y si "Eso" no era lo único, como siempre había creído?
                   ¿Y si había "Otro"?
                   ¿Y si, más aún, esos niños eran agentes de ese "Otro"?
                   ¿Y si... y si...?
                   "Eso" empezó a temblar.
                   El odio era nuevo. El dolor era nuevo. El ver burlados sus propósitos era nuevo.
                Pero lo más horriblemente nuevo era ese miedo. No el miedo a los niños, porque
                eso había pasado, sino el miedo de no ser lo único.
                   No, no había ningún "Otro". No podía ser. Tal vez por el hecho de ser niños, su
                imaginación tenía cierto poder primitivo que "Eso" había subestimado por un
                momento. Pero ahora que regresaban, "Eso" los dejaría acercarse. Y luego los
                arrojaría, uno a uno, en el macrouniverso... en los fuegos fatuos de sus ojos.
                   Sí.
                   Cuando llegaran allí, "Eso" los arrojaría implacablemente a los fuegos fatuos.




                   2. En los túneles, 14.15.

                   Bev y Richie tenían unas diez cerillas, pero Bill no permitió que las utilizaran. De
                momento, había una vaga penumbra en los desagües. No era gran cosa, pero le
                permitía ver un metro hacia adelante; mientras pudiera seguir así, ahorrarían las
                cerillas.
                   Supuso que esa poca luz provenía de ventilaciones en las aceras, allá arriba, y
                quizá de los agujeros redondos para ventilación que tenían las tapas de registro.
                Resultaba extraño pensar que estaban debajo de la ciudad, pero a esas alturas lo
                estaban, sin duda.
                   El agua se volvía más profunda. En tres ocasiones dejaron atrás animales
                muertos: una rata, un gatito, algo brillante e hinchado que parecía una marmota.
                Bill oyó que uno de los otros soltaba una exclamación de asco.
                   El agua por la que avanzaban estaba relativamente serena, pero no mucho más
                adelante se oía un bramido hueco, incesante, que iba cobrando volumen hasta
                convertirse en un rugido monocorde. La tubería se desviaba hacia la derecha.
                Cuando giraron en el recodo, se encontraron con tres desagües que vertían agua
                en aquélla por donde caminaban. Estaban alineadas verticalmente, como las
                lentes de un semáforo y allí terminaba el tubo que les había servido de entrada. La
                luz dejaba ver que estaban, en un tubo de piedra, cuadrado, de unos cuatro o
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