Page 265 - La sangre manda
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hasta el lavabo de mujeres, retira el escurridor acoplado y vacía el agua sucia
en una de las pilas. Después lo lleva rodando hasta el ascensor, con el bolso
incómodamente colgado de la sangría del brazo. Pulsa el botón de llamada.
La puerta se abre y la voz robótica le anuncia (por si lo ha olvidado):
«Estamos en la cuarta planta». Holly recuerda el día en que Pete entró
resoplando en la oficina y dijo: «¿Puedes programar ese trasto para que diga:
“Pídale a Al que me arregle y luego mátelo”?».
Holly coloca el cubo boca abajo. Si mantiene los pies juntos (y va con
cuidado), entre las ruedas queda el espacio justo para encajarlos. Saca del
bolso un dispensador de celo y un pequeño paquete envuelto en papel marrón.
De puntillas, estirándose hasta que el faldón de la blusa se le desprende del
pantalón, pega el paquete en el ángulo izquierdo del techo del ascensor, al
fondo. Así queda muy por encima del nivel de los ojos, donde (según el
difunto Bill Hodges) la gente no suele mirar. Más vale que Ondowsky no
mire. Si lo hace, Holly está perdida.
Se saca el teléfono del bolsillo, lo alza y toma una foto del paquete. Si las
cosas van como ella espera, Ondowsky no llegará a ver esa foto, lo cual, en
cualquier caso, tampoco constituye una gran póliza de seguro.
Las puertas del ascensor se han cerrado de nuevo. Holly pulsa el botón de
apertura y, empujando otra vez el cubo por el rellano, lo devuelve al lugar
donde lo ha encontrado en el descansillo de la escalera. Luego pasa por
delante de Brilliancy Beauty Products (donde, según parece, no trabaja nadie
excepto un hombre de mediana edad que a Holly le recuerda a un antiguo
personaje de dibujos animados llamado Motita) y llega a Finders Keepers, al
final del pasillo. Abre la puerta con su llave y, al entrar, suelta un suspiro de
alivio. Consulta su reloj. Casi las cinco y media. Desde luego va muy justa de
tiempo.
Se acerca a la caja fuerte de la oficina e introduce la combinación. Saca el
revólver Smith & Wesson del difunto Bill Hodges. Aunque sabe que está
cargado —un arma descargada no sirve ni como garrote, otra de las máximas
de su mentor—, hace girar el tambor para cerciorarse y después lo cierra.
El centro de la masa, piensa. En cuanto él salga del ascensor. No te
preocupes por la caja con el dinero; si es de cartón, aunque la sostenga frente
al pecho, la bala la traspasará. Si es de acero, tendré que apuntar a la cabeza.
La distancia será corta. Puede pringarse todo, pero…
Se le escapa una breve risa que la sorprende.
Pero Al ha dejado material de limpieza.
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