Page 269 - La sangre manda
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Las  tiendas  abren  hasta  tarde  debido  a  las  fiestas  navideñas  —el  tiempo
               sagrado  en  que  honramos  el  nacimiento  de  Jesús  exprimiendo  al  límite

               nuestras  tarjetas  de  crédito,  piensa  Barbara—,  y  ve  de  inmediato  que  no
               encontrará aparcamiento en Buell. Coge un tíquet en la entrada del parking
               situado  delante  del  edificio  Frederick  y  encuentra  una  plaza  en  la  tercera
               planta, justo por debajo del tejado. Corre al ascensor, mirando alrededor sin

               cesar,  con  una  mano  en  el  bolso.  Barbara  también  ha  visto  demasiadas
               películas en que a las mujeres les ocurren cosas en los parkings.
                    Cuando llega sana y salva a la calle, se dirige apresuradamente hacia la
               esquina y llega justo a tiempo de cruzar en verde. Ya en la otra acera, alza la

               vista y ve una luz en la cuarta planta del edificio Frederick. En la esquina
               siguiente, dobla a la derecha. Un poco más adelante hay un callejón con un
               cartel en el que se lee CORTADO AL TRÁFICO y SOLO VEHÍCULOS DE
               SERVICIO. Barbara lo enfila y se detiene ante la entrada lateral. Cuando se

               inclina  para  introducir  el  código  de  la  puerta,  una  mano  la  agarra  por  el
               hombro.





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               Holly abre el e-mail que se ha enviado a sí misma y copia el adjunto en el
               lápiz USB. Con la mirada fija en la casilla en blanco destinada al título que
               hay  debajo  del  icono  correspondiente  al  lápiz,  duda  un  momento.  A
               continuación escribe LA SANGRE MANDA. Un nombre acertado. Al fin y al

               cabo, refleja la historia de la puñetera vida de ese ser, piensa; es lo que lo
               mantiene vivo. La sangre y el dolor.
                    Extrae el lápiz. El escritorio de recepción es donde se ocupan del correo, y

               hay  muchos  sobres,  de  todos  los  tamaños.  Coge  uno  pequeño  acolchado,
               introduce  el  lápiz  USB,  lo  cierra,  y  la  asalta  un  momento  de  pánico  al
               recordar que la correspondencia de Ralph se ha desviado a casa de un vecino.
               Se sabe de memoria la dirección de Ralph y podría enviarlo ahí, pero ¿y si lo
               roba alguien del buzón? La idea la aterroriza. ¿Cómo se llamaba el vecino?

               ¿Colson? ¿Carver? ¿Coates? No es ninguno de esos.
                    El tiempo, escurriéndosele entre los dedos.
                    Se dispone a escribir en el sobre «Vecino de Ralph Anderson» cuando el

               nombre acude a su memoria: Conrad. Coloca los sellos de cualquier manera y
               anota rápidamente en la parte delantera del sobre:





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