Page 271 - La sangre manda
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Ella se daba cuenta. El ordenador del ascensor había dejado de «ver» las

               paradas en las plantas. Lo único que veía eran los extremos del recorrido.
                    Ahora Holly solo tiene que quitar la tirita que pusieron en el programa del
               ascensor. Y esperar que dé resultado. Porque no tendrá ocasión de probarlo.
               El tiempo apremia. Faltan cuatro minutos para las seis. Despliega el menú de

               las  plantas,  que  muestra  una  representación  en  tiempo  real  del  hueco  del
               ascensor.  Las  paradas  aparecen  marcadas,  desde  el  sótano  hasta  la  séptima
               planta.  El  ascensor  se  encuentra  detenido  en  la  cuarta.  En  lo  alto  de  la
               pantalla, en verde, aparece la palabra LISTO.

                    No, todavía no lo estás, piensa Holly, pero lo estarás. Eso espero.
                    Su teléfono suena al cabo de dos minutos, justo cuando está acabando.





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               Barbara emite un leve grito y, girando sobre los talones, vuelve la espalda a la
               entrada  lateral,  alza  la  vista  y  ve  la  silueta  oscura  del  hombre  que  la  ha
               agarrado.
                    —¡Jerome! —Se da unas palmadas en el pecho—. ¡Me has dado un susto

               de muerte! ¿Qué haces aquí?
                    —Eso mismo iba a preguntarte yo —dice Jerome—. Por norma, las chicas
               y los callejones oscuros no se llevan bien.
                    —Me mentiste, ¿verdad? No eliminaste el localizador de tu móvil.

                    —Pues  sí  —admite  Jerome—.  Pero  como  es  evidente  que  tú  lo  has
               instalado en el tuyo, no creo que puedas invocar elevados motivos morales…
                    Es entonces cuando otra silueta oscura surge detrás de Jerome… solo que

               no es del todo oscura. Sus ojos brillan como los de un gato bajo el haz de una
               linterna. Antes de que Barbara pueda prevenir a Jerome, la silueta alza algo y
               golpea a su hermano en la cabeza. Se produce un horrendo crujido sordo, y
               Jerome se desploma en el asfalto.
                    La silueta agarra a Barbara, la empuja contra la puerta y, rodeándole el

               cuello con una mano enguantada, la inmoviliza allí. Deja caer de la otra un
               trozo de ladrillo roto. O quizá sea hormigón. Lo único que Barbara sabe con
               certeza es que gotea sangre de su hermano.

                    El individuo se inclina hacia Barbara lo suficiente para que ella vea una
               cara  redonda  y  corriente  bajo  uno  de  esos  gorros  rusos  de  piel.  El  extraño
               resplandor ha desaparecido de sus ojos.
                    —No grites, amiga mía. No te conviene.





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