Page 276 - La sangre manda
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mentón y asciende no por encima de la boca sino a través de ella. La nariz

               palpita, las mejillas se dilatan, los ojos tiemblan, la frente se contrae. Luego,
               de  repente,  toda  la  cabeza  se  convierte  en  una  gelatina  semitransparente.
               Vibra y fluctúa y se hunde y late. Dentro se ven confusas marañas de algo
               rojo  que  se  retuerce.  No  es  sangre;  eso  rojo  presenta  un  sinfín  de  motas

               negras. Barbara chilla y se desploma contra la pared del ascensor. Le flojean
               las piernas. El bolso le resbala del hombro y cae ruidosamente. Apoyada en la
               pared, se desliza hacia el suelo con los ojos desorbitados. Se le aflojan los
               intestinos y la vejiga.

                    Por fin la cabeza de gelatina se solidifica, pero el rostro que aparece es
               muy distinto de la cara del hombre que ha dejado a Jerome inconsciente de un
               golpe y la ha llevado a ella por la fuerza hasta el ascensor. Es más estrecha, y
               la piel es algo más oscura. Tiene los ojos rasgados en lugar de redondos. Su

               nariz es más afilada y larga que la tosca protuberancia del individuo que la ha
               llevado a rastras hasta el ascensor. Y sus labios son más finos.
                    Este hombre parece diez años más joven que el que la ha agarrado antes.
                    —Un buen truco, ¿a que sí? —Incluso su voz es distinta.

                    ¿Qué eres? Barbara intenta decirlo, pero las palabras no salen de su boca.
                    Él se inclina y, con delicadeza, vuelve a colocarle la correa del bolso en el
               hombro. Barbara se encoge para evitar el contacto de sus dedos, pero no logra
               esquivarlos del todo.

                    —No querrás perder la cartera y las tarjetas de crédito, ¿verdad? —dice él
               —. Ayudarán a la policía a identificarte en caso de que…, bueno, en ese caso.
               —En  un  gesto  burlesco,  se  tapa  la  nueva  nariz  con  los  dedos—.  Caramba,
               ¿hemos tenido un pequeño accidente? En fin, como suele decirse, cagada la

               hemos. —Deja escapar una risa nerviosa.
                    El  ascensor  se  detiene.  Las  puertas  se  abren  en  el  rellano  de  la  cuarta
               planta.





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               Cuando el ascensor se detiene, Holly lanza otro vistazo rápido a la pantalla
               del ordenador y después hace clic con el ratón. No espera a ver si las paradas

               en  planta,  desde  el  sótano  hasta  la  séptima,  se  deshabilitan  como  ocurría
               cuando Jerome y ella llevaron a cabo su reparación siguiendo los pasos que
               Jerome encontró en una web titulada Errores de Erebeta y cómo arreglarlos.
               No le hace falta. Lo sabrá de un modo u otro.





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