Page 277 - La sangre manda
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Vuelve a la puerta de la oficina y mira hacia el ascensor, al final del
pasillo, de veinticinco metros. Ondowsky tiene a Barbara sujeta por el
brazo…, solo que cuando él levanta la vista, Holly ve que ya no es él. Ahora
es George, sin bigote ni uniforme marrón de repartidor.
—Vamos, amiga mía —dice—. Mueve esos pies.
Barbara sale a trompicones. Tiene los ojos muy abiertos, inexpresivos y
empañados. Su hermosa piel oscura ha adquirido un color arcilla. Le cae un
hilillo de saliva de una de las comisuras de los labios. Casi parece en estado
de catatonia, y Holly sabe por qué: ha visto la transformación de Ondowsky.
Esa chica aterrorizada es responsabilidad suya, pero ahora no puede
pensar en eso. Tiene que permanecer en el presente, tiene que escuchar, tiene
que conservar la esperanza de Holly…, aunque la esperanza nunca le ha
parecido tan lejana.
Las puertas del ascensor se cierran. Con el arma de Bill fuera de la
ecuación, las posibilidades de Holly dependen de lo que ocurra de ahora en
adelante. En un primer momento no pasa nada, y se le hiela el corazón. De
pronto, en lugar de quedarse en su sitio, como deben hacer los ascensores
Erebeta, según su programa, hasta que se los llame, desciende. Gracias a
Dios, desciende.
—He aquí a mi joven amiga —dice George, el asesino de niños—. Me
parece que no se ha portado muy bien. Diría que se ha hecho pipí y caca en el
pantalón. Acérquese, Holly. Huélalo usted misma.
—Por curiosidad —dice Holly sin moverse de la puerta—, ¿ha traído
realmente el dinero?
George sonríe, dejando a la vista unos dientes mucho menos televisivos
que los de su alter ego.
—La verdad es que no. Hay una caja de cartón detrás del contenedor
donde me he escondido al ver llegar a esta y a su hermano, pero dentro solo
hay catálogos. Ya sabe, de esos que van dirigidos al Actual Inquilino.
—O sea que no tenía intención de pagarme —dice Holly. Avanza una
docena de pasos por el rellano y se detiene cuando los separan unos quince
metros. Si esto fuera el fútbol, estaría en la zona roja—. ¿Verdad?
—No más intención que la que tenía usted de darme ese lápiz USB y dejar
que me marchara —contesta él—. No leo el pensamiento, pero tengo mucha
experiencia interpretando el lenguaje corporal. Y las caras. La suya es como
un libro abierto, aunque estoy seguro de que usted cree lo contrario. Ahora
levántese la blusa. Hasta arriba del todo. Esos bultos que tiene en el pecho no
me interesan; es solo para asegurarme de que no va armada.
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