Page 275 - La sangre manda
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ratón.  Se  lo  guarda  en  el  bolsillo  delantero  izquierdo  del  pantalón  y,  acto

               seguido, baja la mirada lo justo para colocar el cursor sobre EJECUTAR.
                    Oye un grito. Llega ahogado desde el interior de la cabina del ascensor,
               pero es el grito de una chica. Es Barbara.
                    La culpa es mía.

                    Toda la culpa es mía.




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               El hombre que ha golpeado a Jerome coge a Barbara del brazo, como quien

               acompaña  a  su  novia  al  salón  donde  se  desarrolla  el  gran  baile.  Le  ha
               permitido conservar el bolso (o, lo que es más probable, le trae sin cuidado), y
               el detector de metales emite un débil pitido cuando lo cruzan, seguramente
               debido al teléfono. Su captor no le concede la menor importancia. Pasan por

               delante de la escalera que hasta hace poco utilizaban a diario los indignados
               vecinos  del  edificio  Frederick  y  acceden  al  vestíbulo.  Al  otro  lado  de  la
               puerta, en otro mundo, los compradores navideños van de un lado a otro con
               sus bolsas y sus paquetes.

                    Yo  estaba  ahí,  piensa  Barbara,  asombrada.  Hace  solo  cinco  minutos,
               cuando las cosas aún no se habían torcido. Cuando creía tontamente que tenía
               una vida por delante.
                    El hombre pulsa el botón del ascensor. Oyen que baja la cabina.

                    —¿Cuánto dinero se suponía que iba a pagarle? —pregunta Barbara. Por
               debajo  del  miedo,  siente  una  sorda  decepción  por  el  hecho  de  que  Holly
               tuviera tratos con este individuo.

                    —Eso ahora da igual —contesta él—, porque te tengo a ti. Amiga mía.
                    El  ascensor  se  detiene.  Las  puertas  se  abren.  La  voz  robótica  les  da  la
               bienvenida al edificio Frederick. «Subiendo», dice. Las puertas se cierran. La
               cabina empieza a subir.
                    El hombre suelta a Barbara, se quita el gorro ruso de piel, lo deja caer

               entre sus zapatos y levanta las manos con ademán de mago.
                    —Mira  esto.  Creo  que  te  va  a  gustar,  y  nuestra  señorita  Gibney  desde
               luego  se  merece  verlo,  ya  que  es  lo  que  ha  causado  todas  estas

               complicaciones.
                    Lo que ocurre a continuación es horrible porque escapa a la comprensión
               del mundo que Barbara tenía hasta ahora. En una película uno pensaría que no
               es  más  que  un  efecto  especial  muy  logrado,  pero  esto  es  la  vida  real.  Una
               onda  recorre  ese  rostro  redondo  de  hombre  de  mediana  edad.  Nace  en  el



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