Page 304 - La sangre manda
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era intrascendente. Su imaginación lo llevaría allí, no le cabía la menor duda.

               Cualquier  investigación  necesaria  podía  dejarse  para  más  tarde.  En  el
               supuesto,  claro,  de  que  transcurrida  una  semana  la  idea  no  se  hubiera
               convertido en un espejismo.
                    Finalmente se durmió y soñó con un sheriff renqueante. Un hijo inútil y

               haragán  encerrado  en  un  calabozo  no  mayor  que  una  caja  de  galletas.
               Hombres  apostados  en  las  azoteas.  Un  pulso  que  no  duraría,  que  no  podía
               durar.
                    Soñó con Bitter River, Wyoming.





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               La idea no se convirtió en un espejismo. Cobró fuerza, nitidez, y una cálida
               mañana  de  octubre,  al  cabo  de  una  semana,  Drew  cargó  tres  cajas  de

               provisiones —básicamente comida enlatada— en la parte de atrás del viejo
               Suburban que utilizaban como segundo vehículo. A eso siguió una bolsa de
               lona  con  ropa  y  artículos  de  baño.  A  la  bolsa  siguieron  el  ordenador  y  la
               gastada funda que contenía la vieja máquina de escribir portátil de su padre,

               una Olympia, que se llevaba de reserva. No se fiaba del suministro eléctrico
               en TR; cuando soplaba el viento, tendían a caerse los cables, y los municipios
               no incorporados eran el último sitio donde se restablecía la corriente después
               de un apagón.

                    Había dado un beso de despedida a los niños antes de que se marcharan al
               colegio;  la  hermana  de  Lucy  estaría  allí  para  recibirlos  cuando  volvieran  a
               casa. Ahora Lucy se hallaba en el camino de acceso con una blusa de manga

               corta  y  unos  vaqueros  descoloridos.  Ofrecía  un  aspecto  esbelto  y  deseable,
               pero  tenía  una  expresión  ceñuda,  como  si  empezara  a  asomar  una  de  sus
               migrañas premenstruales.
                    —Ándate con cuidado —advirtió—, y no lo digo solo por el trabajo. Entre
               primeros de septiembre y la temporada de caza, la zona norte se vacía, y a

               setenta kilómetros de Presque Isle no hay cobertura de móvil. Si te rompes
               una pierna paseando por el bosque… o te pierdes…
                    —Cielo, yo no me meto en el bosque. Cuando paseo, si es que paseo, me

               quedo en la carretera. —La observó con más detenimiento y no le gustó lo
               que vio. No era solo por la expresión ceñuda; en sus ojos se traslucía cierto
               recelo—. Si necesitas que me quede, me quedo. Solo tienes que decirlo.
                    —¿De verdad te quedarías?
                    —Ponme a prueba. —Rezando por que no lo hiciera.



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