Page 307 - La sangre manda
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Protegerlo de los iracundos vecinos del pueblo era solo la mitad de la tarea de

               los representantes de la ley. El resto consistía en trasladarlo a la capital del
               condado, donde lo juzgarían (si es que Wyoming tenía condados en la década
               de 1880; eso lo indagaría más tarde). Drew no sabía de dónde había sacado el
               viejo  Prescott  al  pequeño  regimiento  de  pistoleros  con  los  que  pretendía

               impedir  ese  traslado,  pero  tenía  la  certeza  de  que  acabaría  encontrando  la
               solución a eso.
                    Al final, todo llegaría.
                    Se incorporó a la I-95 en Gardiner. A noventa por hora, el Suburban —

               con  casi  doscientos  mil  kilómetros  a  cuestas—  vibraba,  pero,  en  cuanto
               rebasaba los cien, la vibración desaparecía y ese viejo armatoste iba como la
               seda. Aún tenía cuatro horas de viaje por delante, la última por carreteras cada
               vez más estrechas que culminaban en lo que los lugareños de TR llamaban la

               Carretera de Mierda.
                    El  viaje  lo  ilusionaba,  pero  no  tanto  como  la  perspectiva  de  abrir  el
               ordenador,  conectarlo  a  la  pequeña  impresora  Hewlett-Packard  y  crear  un

               documento que titularía      BITTER RIVER #1   . Por una vez, pensar en el abismo de
               espacio en blanco bajo el cursor parpadeante no le provocó una mezcla de
               esperanza y temor. Al dejar atrás el término municipal de Augusta, sentía solo
               impaciencia. Esta vez todo iría bien. Mejor que bien. Esta vez todo saldría de
               maravilla.

                    Encendió la radio y empezó a cantar junto con los Who.





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               A  media  tarde,  Drew  paró  ante  el  único  comercio  de  TR-90,  un
               establecimiento caótico con el techo alabeado que se llamaba Big 90 General
               Store (Big, «grande», como si por allí cerca hubiese un Small 90, «pequeño»,
               en algún sitio). Llenó el depósito del Suburban, ya casi vacío, en un viejo y
               herrumbroso  surtidor  giratorio  en  el  que  un  letrero  anunciaba  SOLO  EN

               EFECTIVO  y  SOLO  GASOLINA  NORMAL  y  SE  PERSEGUIRÁ  A
               QUIENES  SE  DEN  A  LA  FUGA  SIN  PAGAR  y  DIOS  BENDIGA  A
               ESTADOS UNIDOS. El precio era de 1,1 dólares el litro. En la zona norte,

               uno pagaba precios de gasolina súper incluso por la gasolina normal. Drew se
               detuvo  en  el  porche  de  la  tienda  para  descolgar  el  auricular  del  teléfono
               público salpicado de bichos que ya estaba ahí cuando él era niño, junto con lo
               que, habría jurado, era el mismo rótulo, ya casi ilegible de tan descolorido:
               NO  DEPOSITE  LAS  MONEDAS  HASTA  QUE  LE  RESPONDAN.  Drew



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