Page 311 - La sangre manda
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En lo alto pendían dos cables, uno para la electricidad y otro para el teléfono.

               Recordó que antiguamente estaban tensos, pero ahora colgaban combados a lo
               largo  de  la  diagonal  trazada  en  su  día  desde  la  carretera  por  la  Compañía
               Eléctrica del Norte de Maine.
                    Llegó  a  la  cabaña.  Se  veía  desolada,  olvidada.  La  pintura  verde  se

               desconchaba ahora que Bill Colson no estaba allí para dar otra mano; el tejado
               de acero galvanizado estaba cubierto de pinaza y demás hojarasca, y la antena
               parabólica en lo alto (la concavidad llena también de hojas) parecía un chiste
               allí  en  medio  del  bosque.  Se  preguntó  si  Luce  había  estado  pagando  los

               recibos  mensuales  por  la  antena  además  de  por  el  teléfono.  En  tal  caso,
               probablemente había sido tirar el dinero, porque dudaba que aún funcionase.
               Dudaba asimismo que DirecTV devolviera el importe de los recibos con una
               nota en la que comunicara: «Eh, le reembolsamos el pago porque su antena se

               ha ido a la mierda». El porche presentaba un aspecto maltrecho, pero parecía
               bastante sólido (aunque eso no convenía darlo por sentado). Debajo vio una
               lona verde descolorida que cubría lo que, supuso Drew, era una carga o dos
               de leña, tal vez la última que el viejo Bill llevó.

                    Salió y se detuvo junto al Suburban con una mano apoyada en el capó
               caliente. En algún sitio graznó un cuervo. A lo lejos, contestó otro cuervo.
               Aparte del murmullo del arroyo Godfrey en su descenso hacia el lago, no se
               oía nada.

                    Drew se preguntó si habría aparcado en el mismo lugar donde Bill Colson
               estacionó  su  camioneta  para  volarse  los  sesos.  ¿No  existía  una  escuela  de
               pensamiento  —quizá  en  la  Inglaterra  medieval—  que  sostenía  que  los
               fantasmas de los suicidas se veían obligados a permanecer allí donde habían

               puesto fin a su vida?
                    Se encaminó hacia la cabaña diciéndose (a modo de reprimenda) que era
               demasiado  mayor  para  historias  de  fogata  de  campamento  cuando  oyó  que
               algo avanzaba hacia él. Lo que surgió de la cortina de pinos que se alzaba

               entre el claro de la cabaña y el arroyo no era un fantasma ni un zombi, sino
               una  cría  de  alce  que  se  tambaleaba  sobre  unas  patas  absurdamente  largas.
               Llegó hasta el pequeño cobertizo de las herramientas contiguo a la casa y, al
               ver a Drew, se detuvo. Se miraron, y Drew pensó que el alce —fuera joven o

               adulto— se hallaba entre las criaturas más feas e inverosímiles creadas por
               Dios, y a saber qué pensó la cría.
                    —Aquí estás a salvo, muchacho —dijo Drew en voz baja, y la cría levantó
               las orejas.







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