Page 312 - La sangre manda
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A continuación se oyó más barullo, este mucho más estridente, y la madre

               del pequeño alce se abrió paso a través de los árboles. Le cayó una rama en la
               cabeza y se la sacudió. Miró fijamente a Drew, agachó el testuz y escarbó con
               la pata en la tierra. Echó atrás las orejas y las aplanó contra la cabeza.
                    Se propone embestirme, pensó Drew. Me ve como una amenaza para su

               cría, y se propone embestirme.
                    Pensó  en  echar  a  correr  hacia  el  Suburban,  pero  quizá  estuviese  —
               probablemente estaba— demasiado lejos. Y si echaba a correr, aun alejándose
               de la cría, quizá la madre reaccionase mal. Se limitó, pues, a quedarse donde

               estaba, intentando transmitir pensamientos apaciguadores al animal de más de
               cuatrocientos kilos que se hallaba a menos de treinta metros de distancia. No
               tienes de qué preocuparte, mamá, soy inofensivo.
                    Ella  lo  observó  durante  unos  quince  segundos,  tal  vez,  con  la  cabeza

               gacha, escarbando en la tierra con una pezuña. A él se le antojó más tiempo.
               Luego se acercó a su cría (sin apartar la mirada del intruso) y se situó entre el
               pequeño alce y Drew. Le lanzó otra larga mirada, como si se planteara cuál
               debía ser su siguiente paso. Drew permaneció inmóvil. Estaba muy asustado,

               pero  también  extrañamente  excitado.  Pensó:  Si  me  embiste  desde  esa
               distancia, me matará, o quedaré tan mal herido que es posible que muera de
               todos modos. Si no, voy a realizar aquí un trabajo brillante. Brillante.
                    Supo que era una falsa equivalencia incluso en ese momento, con su vida

               en peligro —bien podría haber sido un niño convencido de que recibiría una
               bicicleta de regalo de cumpleaños si determinada nube ocultaba el sol—, pero
               al mismo tiempo presintió que era totalmente cierto.
                    De pronto la mamá alce meneó la cabeza y dio un testarazo a la cría en los

               cuartos traseros. Esta emitió un sonido semejante al balido de una oveja, muy
               distinto del ronco quejido del reclamo del padre, y se dirigió al trote hacia el
               bosque. La mamá lo siguió y, antes de desaparecer, se detuvo para lanzar a
               Drew una última mirada torva: «Sígueme y morirás».

                    Drew dejó escapar el aliento que, sin darse cuenta, había contenido (un
               manido tópico de las novelas de suspense que resultó ser cierto) y fue hacia el
               porche. La mano con que sostenía las llaves le temblaba un poco. Ya estaba
               diciéndose  que  en  realidad  no  había  corrido  el  menor  peligro;  si  uno  no

               molesta a un alce —aun si se trata de una mamá alce protectora—, el alce no
               lo molesta a uno.
                    Además, podría haber sido peor. Podría haber sido un oso.









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