Page 310 - La sangre manda
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sacar  el  pañuelo,  pero  esta  vez  no  llegó  a  tiempo  de  capturar  todo  el

               estornudo. Que fue jugoso—. Él cuidaba de aquello, ¿entiende?




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               Ocho kilómetros al norte de Big 90, desaparecía el asfalto. Después de otros

               ocho kilómetros de arcilla compactada con manchas de aceite, Drew llegó a
               una  bifurcación.  Tomó  a  la  izquierda  por  una  pista  de  tosca  grava  que
               golpeaba y repiqueteaba en los bajos del Suburban. Esa era la Carretera de
               Mierda, sin el menor cambio desde su infancia, por lo que podía ver. En dos

               ocasiones tuvo que aminorar la marcha a cinco u ocho kilómetros por hora a
               fin  de  superar  rieras  allí  donde  en  efecto  las  alcantarillas  se  habían
               desbordado con la escorrentía de primavera. En otras dos ocasiones tuvo que
               parar,  apearse  y  apartar  árboles  caídos  en  la  carretera.  Por  suerte,  eran

               abedules, y pesaban poco. Uno se partió en sus manos.
                    Llegó  a  la  cabaña  de  los  Cullum  —vacía,  tapiada,  con  el  paso  cortado
               mediante  una  cadena—  y  a  partir  de  ahí  empezó  a  contar  los  postes  de
               teléfono y electricidad, tal como hacían Ricky y él de niños. Unos cuantos se

               hallaban  ladeados  en  precario  equilibrio  a  estribor  o  babor,  pero  seguía
               habiendo exactamente 66 entre la cabaña de los Cullum y el camino invadido
               por la maleza —también cortado el paso con una cadena—, donde un cartel,
               pintado  por  Lucy  cuando  los  niños  eran  pequeños,  anunciaba:  CHEZ

               LARSON.  Más  allá  de  ese  camino,  como  él  sabía,  había  otros  diecisiete
               postes,  que  terminaban  en  la  cabaña  de  los  Farrington,  a  orillas  del  lago
               Agelbemoo.

                    Más allá de la cabaña de los Farrington se extendía una enorme franja de
               bosque sin suministro eléctrico, al menos ciento cincuenta kilómetros a cada
               lado  de  la  frontera  canadiense.  A  veces  Ricky  y  él  iban  a  mirar  lo  que
               llamaban  el  Último  Poste.  Ejercía  cierta  fascinación  en  ellos.  Más  allá  no
               existía  nada  para  mantener  a  raya  la  noche.  Drew  había  llevado  una  vez  a

               Stacy  y  a  Brandon  a  ver  el  Último  Poste,  y  no  había  pasado  por  alto  la
               expresión que cruzaron, como diciendo «¿Y qué?». Daban por supuesto que
               la electricidad —además del wifi— continuaba eternamente.

                    Se apeó del Suburban y, forcejeando con la llave a uno y otro lado hasta
               que por fin giró, abrió el candado de la cadena. Debería haber comprado 3 en
               1 en la tienda, pero uno no podía pensar en todo.
                    El camino de acceso tenía casi quinientos metros de largo, y las ramas
               rozaron los flancos y el techo del Suburban desde el principio hasta el final.



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