Page 306 - La sangre manda
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Él lo hizo, le separó delicadamente los labios con la lengua y le metió una

               mano en el bolsillo trasero de los vaqueros. Cuando se apartó de ella, Lucy
               estaba sonrojada.
                    —Sí —dijo—. Así.
                    Drew  montó  en  el  Suburban,  y  acababa  de  llegar  al  pie  del  camino  de

               acceso cuando Lucy exclamó «¡Espera! ¡Espera!» y echó a correr detrás de él.
               Iba  a  decirle  que  había  cambiado  de  idea,  que  quería  que  se  quedara  e
               intentara escribir el libro en el despacho de la planta de arriba, Drew estaba
               seguro,  y  tuvo  que  contener  el  deseo  de  apretar  el  acelerador  y  alejarse

               rápidamente  por  Sycamore  Street  sin  mirar  por  el  retrovisor.  No  obstante,
               paró, invadiendo ya la calle con el extremo posterior del Suburban, y bajó la
               ventanilla.
                    —¡Papel!  —dijo  ella  sin  aliento  y  con  el  cabello  sobre  los  ojos.  Echó

               adelante el labio inferior y se lo apartó de la cara de un soplido—. ¿Llevas
               papel? Porque dudo mucho que allí encuentres.
                    Drew sonrió y le acarició la mejilla.
                    —Dos paquetes. ¿Crees que con eso tendré suficiente?

                    —A no ser que tengas previsto escribir El Señor de los Anillos, debería
               bastarte. —Se situó a su misma altura y lo miró. El ceño había desaparecido
               de su frente, al menos por el momento—. Venga, Drew. Márchate de aquí y
               trae una grande.





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               Cuando dobló en la vía de acceso a la I-295, donde tiempo atrás había visto a

               un hombre cambiar un neumático pinchado, Drew sintió despreocupación. Su
               vida real —los niños, los recados, los quehaceres domésticos, la recogida de
               Stacey y Brandon tras las actividades extraescolares— había quedado atrás.
               Volvería a ella al cabo de dos semanas, tres a lo sumo, y supuso que tendría
               que escribir la mayor parte del libro en medio del barullo de la vida real, pero

               lo  que  tenía  por  delante  era  otra  vida,  una  que  viviría  en  su  imaginación.
               Nunca había sido capaz de habitar de forma plena esa vida mientras trabajaba
               en las otras tres novelas, nunca había sido del todo capaz de creer. Esta vez

               presentía que lo conseguiría. Su cuerpo estaría en aquella cabaña sencilla y
               austera de los bosques de Maine, pero el resto de él se hallaría en el pueblo de
               Bitter  River,  Wyoming,  donde  un  sheriff  renqueante  y  sus  tres  ayudantes
               amedrentados afrontaban la misión de proteger a un joven que había matado a
               sangre fría a una mujer aún más joven delante de al menos cuarenta testigos.



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