Page 309 - La sangre manda
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—Sí.  Un  hijo  suyo  me  mandó  un  recordatorio.  No  pudimos  venir  al

               funeral. ¿Fue algo del corazón?
                    —De la cabeza. Se la atravesó de un tiro. —Roy DeWitt transmitió este
               dato con tangible fruición—. Verá, tenía alzhéimer. La policía encontró una
               libreta  en  la  guantera  con  muchas  cosas  escritas.  Direcciones,  números  de

               teléfono,  el  nombre  de  su  mujer.  Incluso  el  nombre  del  puto  perro.  No  lo
               aceptó, para que me entienda.
                    —Dios mío —dijo Drew—. Qué horror.
                    Y lo era. Bill Colson había sido un hombre amable y considerado, que iba

               siempre bien peinado y con la camisa remetida, oliendo a Old Spice, siempre
               pendiente de informar sin demora al padre de Drew —y más tarde al propio
               Drew— de las reparaciones necesarias y de su coste.
                    —Ajá,  ajá,  y  si  no  sabe  eso,  supongo  que  tampoco  sabrá  que  se  mató

               delante de su cabaña.
                    Drew lo miró con asombro.
                    —¿En serio?
                    —Yo  no  bromearía  con…  —Reapareció  el  pañuelo,  más  húmedo  y

               asqueroso que nunca. DeWitt estornudó en él—. Con una cosa así. Pues sí.
               Aparcó  la  camioneta,  se  plantó  el  cañón  de  su  treinta-treinta  debajo  del
               mentón y apretó el gatillo. La bala lo atravesó y rompió la luna trasera. El
               alguacil Griggs estaba justo donde está usted ahora cuando me lo contó.

                    —Dios bendito —dijo Drew, y, de repente, algo cambió en su mente.
                    En lugar de sostener el revólver contra la sien de la chica del salón de
               baile,  Andy  Prescott,  el  hijo  haragán,  apuntaba  ahora  a  su  barbilla…  y,
               cuando apretara el gatillo, la bala saldría por detrás del cráneo y rompería el

               espejo  situado  al  otro  lado  de  la  barra.  Utilizar  el  relato  de  ese  anciano
               carroñero sobre la muerte del viejo Bill en su propia novela tenía sin duda
               algo de oportunismo, incluso de vil explotación, pero eso no iba a disuadirlo.
               La escena era demasiado buena.

                    —Penoso, desde luego —dijo DeWitt. Intentaba aparentar tristeza, quizá
               incluso  una  actitud  filosófica,  pero  en  su  voz  se  advertía  un  inconfundible
               regodeo. También él se daba cuenta de cuando algo era muy bueno, pensó
               Drew—.  Pero  al  menos  así  sabemos  que  el  vejo  Bill  se  mantuvo  fiel  a  sí

               mismo hasta el final.
                    —¿A qué se refiere?
                    —Me refiero a que montó el estropicio en la camioneta, no en la cabaña
               de Buzzy. Él nunca habría hecho una cosa así, al menos mientras le quedara

               un poco de cordura. —Empezó a atascarse y resoplar otra vez, y se apresuró a




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