Page 318 - La sangre manda
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—Es  un  juego  infantil.  ¿Y  qué  me  dices  de  una  peonza  con  monos?

               Cuando gira, suena «Take Me Out to the Ball Game».
                    —Ni idea… Ah, espera. Hace tres o cuatro años alquilamos la cabaña a
               una familia, los Pearson, ¿te acuerdas?
                    —Vagamente. —No se acordaba en absoluto. Si hacía tres años, con toda

               probabilidad él estaba inmerso en La aldea de la colina. Amarrado, más bien.
               Maniatado y amordazado. Sadomasoquismo literario.
                    —Tenían un hijo pequeño, de seis o siete años. Algunos de esos juguetes
               debían de ser suyos.

                    —Me  sorprende  que  no  los  echara  de  menos  —comentó  Drew.  Estaba
               examinando el oso de peluche, que presentaba los retazos de desgaste propios
               de un juguete que había sido abrazado a menudo y con fervor.
                    —¿Quieres hablar con Brandon? Está aquí.

                    —Claro.
                    —¡Hola, papá! —dijo Bran—. ¿Ya has acabado el libro?
                    —Muy gracioso. Empiezo mañana.
                    —¿Qué tal por ahí? ¿Se está bien?

                    Drew echó una ojeada alrededor. El amplio espacio de la planta baja se
               veía apacible con las luces del techo y de las lámparas. Incluso las horribles
               sombras quedaban bien. Y si el tiro de la estufa no estaba obstruido, un poco
               de fuego atenuaría el ligero frío.

                    —Sí —contestó—. Se está bien.
                    Era verdad. Se sentía a salvo. Y se sentía preñado, a punto de parir. No le
               daba  miedo  empezar  el  libro  al  día  siguiente;  solo  estaba  expectante.  Las
               palabras brotarían, tenía la certeza absoluta.

                    La  estufa  funcionaba  perfectamente:  el  conducto  estaba  libre  de
               obstrucciones y tiraba bien. Cuando la lumbre quedó reducida a ascuas, hizo
               la cama en el dormitorio principal (una broma, en la habitación apenas había
               espacio  suficiente  para  darse  la  vuelta)  con  sábanas  y  mantas  que  olían  un

               poco a rancio. A las diez se acostó y, escuchando el susurro del viento en los
               aleros,  contempló  la  oscuridad.  Pensó  en  el  suicidio  del  viejo  Bill  ante  la
               puerta,  pero  solo  brevemente,  y  no  con  miedo  u  horror.  Lo  que  sintió  al
               pensar en los momentos finales de quien cuidaba la casa —el círculo de acero

               en contacto con el lado inferior del mentón, las últimas imágenes y latidos y
               pensamientos— no difirió mucho de lo que había sentido al mirar el complejo
               y exorbitante despliegue de la Vía Láctea. La realidad era profunda, y estaba
               lejos. Contenía muchos secretos y se extendía eternamente.







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