Page 322 - La sangre manda
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Se echaba una siesta o paseaba por la carretera, contando a su paso los postes

               del  tendido  eléctrico.  Por  la  tarde,  encendía  el  fuego  en  la  estufa  de  leña,
               calentaba el contenido de alguna lata en la Hotpoint, y luego telefoneaba a
               casa  para  hablar  con  Lucy  y  los  niños.  Concluida  la  llamada,  revisaba  sus
               páginas y después leía alguno de los libros de las estanterías de arriba. Antes

               de acostarse, apagaba el fuego de la estufa y salía a contemplar las estrellas.
                    La narración siguió desplegándose. Junto a la impresora, la pila de hojas
               fue creciendo. Mientras se preparaba el café, tomaba las vitaminas y se lavaba
               los dientes, no sentía el menor temor; solo expectación. Las palabras acudían

               a él en cuanto se sentaba. Tenía la sensación de que cada uno de esos días era
               Navidad, con regalos nuevos que desenvolver. El tercer día apenas notó lo
               mucho que estornudaba o el ligero escozor de garganta.
                    —¿Qué  has  estado  comiendo?  —le  preguntó  Lucy  cuando  llamó  esa

               noche—. Sé sincero, señor mío.
                    —Básicamente lo que compré, pero…
                    —¡Drew! —exclamó ella en tono de reproche.
                    —Pero mañana, cuando acabe de trabajar, iré a por alimentos frescos.

                    —Bien. Ve al mercado de St. Christopher. No es gran cosa, pero es mejor
               que esa tienducha de la carretera.
                    —Bien —respondió él, pese a que no tenía la menor intención de ir hasta
               St. Christopher: eran ciento sesenta kilómetros ida y vuelta, y no estaría de

               regreso casi hasta la noche. Solo después de colgar cayó en la cuenta de que
               le había mentido. Algo que no hacía desde las últimas semanas de trabajo con
               Aldea, cuando todo empezó a torcerse. Cuando a veces permanecía inmóvil
               durante  veinte  minutos  frente  al  mismo  ordenador  que  utilizaba  ahora,

               debatiéndose  entre  «saucedal»  y  «arboleda».  Las  dos  le  parecían  bien;
               ninguna le parecía bien. Encorvado sobre el ordenador, sudoroso, conteniendo
               el  impulso  de  aporrearse  la  frente  hasta  desgajar  la  expresión  descriptiva
               correcta.  Y  cuando  Lucy  le  preguntaba  cómo  iba  —con  aquella  arruga  de

               Estoy preocupada en la frente—, él contestaba con esa misma palabra, esa
               misma simple mentira: Bien.
                    Mientras se desvestía para acostarse, se dijo que carecía de importancia.
               Si  era  una  mentira,  era  una  mentira  piadosa,  solo  un  recurso  para

               cortocircuitar  una  discusión  antes  de  que  empezara.  Los  matrimonios  lo
               hacían continuamente. Así sobrevivían.
                    Se echó en la cama, apagó la lámpara, estornudó dos veces y se durmió.









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