Page 326 - La sangre manda
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—Me las arreglaré —dijo al tiempo que sacaba la cartera—. Vivo en la

               costa. Hemos visto no pocas tormentas del nordeste.
                    Ella lo miró con una expresión que acaso fuera de lástima.
                    —Yo no hablo de una tormenta del nordeste, señor Larson. Hablo de una
               del norte, que viene derecha de Canadá y, antes de cruzar Canadá, venía del

               Círculo  Ártico.  Las  temperaturas  van  a  caer  en  picado,  dicen.  Adiós
               dieciocho,  hola  cero.  Podrían  bajar  aún  más.  Para  colmo,  caerá  esa  típica
               aguanieve horizontal a cincuenta kilómetros por hora. Si se queda aislado en
               la Carretera de Mierda, se queda aislado.

                    —Me  las  arreglaré  —repitió  Drew—.  Será…  —Se  interrumpió.  Había
               estado a punto de decir: Será como escribir al dictado.
                    —¿Qué?
                    —Llevadero. Será llevadero.

                    —Más le vale.




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               En el camino de regreso a la cabaña —con el sol de cara, deslumbrándolo y

               provocándole una incipiente jaqueca que se sumó al resto de sus síntomas—,
               Drew  rumió  sobre  aquel  pañuelo  empapado  de  mocos.  También  sobre  el
               hecho  de  que  Roy  DeWitt  hubiera  intentado  hacerse  el  hombre  y  hubiera
               acabado en el hospital.

                    Echó  un  vistazo  al  retrovisor  y  se  observó  un  momento  los  ojos
               enrojecidos y acuosos.
                    —No voy a coger la puta gripe. No ahora que estoy en racha.

                    Vale, pero ¿por qué demonios había estrechado la mano a ese hijo de puta
               cuando  a  todas  luces  la  tenía  infestada  de  gérmenes?  Unos  gérmenes  tan
               grandes que apenas se necesitaba un microscopio para verlos… Y, puesto que
               se la había estrechado, ¿por qué no había preguntado por el cuarto de baño
               para lavárselas? Dios santo, sus hijos sabían que convenía lavarse las manos.

               Él mismo se lo había enseñado.
                    —No voy a coger la puta gripe —repitió, y a continuación bajó la visera
               para protegerse los ojos del sol. Para que no lo deslumbrara.

                    ¿Deslumbrara? ¿O cegara? ¿Era cegar mejor o resultaba excesivo?
                    Caviló al respecto mientras volvía a la cabaña. Entró la compra y vio el
               parpadeo del piloto de los mensajes. Era Lucy, que le pedía que le devolviera
               la llamada lo antes posible. Sintió de nuevo el mismo amago de irritación de
               la otra vez, la sensación de que ella miraba por encima de su hombro, pero de



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