Page 324 - La sangre manda
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décimas  de  fiebre.  Se  recordó  añadir  un  frasco  de  Aleve  o  Tylenol  a  la

               compra y entró.
                    Sustituía  a  Roy  DeWitt  tras  el  mostrador  una  joven  flaca  de  cabello
               morado, con un aro en la nariz y lo que parecía un piercing cromado en el
               labio inferior. Masticaba chicle. Drew, con la mente aún hiperactiva por la

               sesión de trabajo de esa mañana (y tal vez, quién sabía, por las décimas de
               fiebre), la imaginó viviendo en una caravana sobre bloques de cemento con
               dos  o  tres  hijos  de  cara  sucia  y  corte  de  pelo  casero,  el  pequeño  a  gatas,
               vestido con un pañal empapado y medio caído y una camiseta manchada de

               comida  con  el  rótulo  EL  MONSTRUITO  DE  MAMÁ.  La  imagen  era  un
               estereotipo malévolamente cruel, y elitista a más no poder, pero no por eso
               era falsa.
                    Drew cogió una cesta.

                    —¿Tiene alimentos o verduras frescas?
                    —En la nevera hay hamburguesas y perritos calientes. Un par de chuletas
               de cerdo, puede. Y tenemos ensalada de col.
                    En fin, supuso que eso era en cierto modo verdura.

                    —¿Y pollo?
                    —No. Pero hay huevos. A lo mejor con eso puede criar un par de pollos,
               si los guarda en un sitio caliente. —Se rio de su ocurrencia y dejó a la vista
               unos dientes parduzcos. Después de todo, no era chicle. Era tabaco de mascar.

                    Drew acabó llenando dos cestas. No tenían NyQuil, pero sí un producto
               llamado  Remedio  para  el  Resfriado  y  la  Tos  del  Doctor  King,  además  de
               Anacin  y  Polvos  para  el  Dolor  de  Cabeza  Goody.  Completó  su  compra
               compulsiva con unas cuantas latas de sopa de pollo con fideos (la penicilina

               de los judíos, lo llamaba su abuela), una tarrina de margarina Shedd’s Spread
               y dos barras de pan. Era de ese pan blanco esponjoso, bastante industrial, pero
               a buen hambre no hay pan duro. Vio en un futuro no muy lejano una sopa y
               un sándwich de pan tostado con queso. Lo ideal para un hombre con dolor de

               garganta.
                    La  mujer  del  mostrador  registró  los  artículos  en  la  caja  sin  parar  de
               masticar. Drew observaba fascinado cómo subía y bajaba el piercing en su
               labio. ¿Qué edad tendría el monstruito de mamá cuando se pusiera uno como

               ese? ¿Quince? ¿Once, quizá? Volvió a decirse que esa era la actitud de un
               elitista, un gilipollas elitista, de hecho, pero su sobreestimulada imaginación
               seguía hilvanando asociaciones igualmente. Bienvenidos a Walmart, señores
               clientes.  Pañales  Pampers,  inspirados  en  los  bebés.  Skoal,  adoro  a  los







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