Page 321 - La sangre manda
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palabras en toda la mañana. «Ah, pero eso para ti está bien, James», dijo el

               amigo. A lo que Joyce contestó: «Puede ser, pero ¡no sé en qué orden han de
               ir!».
                    Drew  se  identificaba  con  esa  anécdota,  apócrifa  o  no.  Así  se  sentía  él
               durante esa torturante última media hora. Era entonces cuando lo invadía el

               miedo  a  quedarse  sin  palabras.  Aunque,  por  supuesto,  durante
               aproximadamente el último mes de La aldea de la colina se había sentido así
               en cada mísero instante.
                    Esa mañana no se produjo ni mucho menos esa situación absurda. En su

               cabeza, una puerta se abrió directamente al salón del oeste conocido como
               Buffalo  Head  Tavern,  un  espacio  lleno  de  humo  y  olor  a  queroseno,  y  la
               cruzó. Vio todos los detalles, oyó todas las palabras. Estaba allí, mirando a
               través de los ojos de Herkimer Belasco, el pianista, cuando el joven Prescott

               puso el cañón de su 45 (con sus elegantes cachas nacaradas) bajo la barbilla
               de la joven bailarina y empezó a insultarla. El acordeonista se tapó los ojos
               cuando  Andy  Prescott  apretó  el  gatillo,  pero  Herkimer  mantuvo  los  suyos
               muy abiertos, y Drew lo vio todo: la repentina erupción de cabello y sangre,

               la  botella  de  Old  Dandy  hecha  añicos  por  la  bala,  el  espejo  resquebrajado
               detrás de la botella de whisky.
                    Como escritor, Drew no había experimentado nada semejante en toda su
               vida,  y  cuando  por  fin  las  punzadas  de  hambre  lo  arrancaron  de  su  trance

               (solo  había  desayunado  un  tazón  de  Quaker  Oats),  miró  la  barra  de
               información de su ordenador y vio que eran casi las dos de la tarde. Le dolía
               la espalda, le ardían los ojos, y se sentía exaltado. Casi ebrio. Imprimió su
               trabajo  (dieciocho  páginas,  joder,  increíble),  pero  lo  dejó  en  la  bandeja  de

               salida. Lo revisaría esa noche con bolígrafo —también eso formaba parte de
               su rutina—, aunque sabía ya que encontraría muy poco que corregir. Una o
               dos palabras que faltaban, alguna que otra repetición no intencionada, quizá
               un símil forzado en exceso o poco eficaz. Por lo demás, sería un texto limpio.

               Lo sabía.
                    —Como escribir al dictado —murmuró, y a continuación se levantó para
               prepararse un bocadillo.





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               En los tres días siguientes entró en una rutina. Era como si hubiese trabajado
               en la cabaña toda su vida, o al menos durante la parte creativa de su vida.
               Escribía aproximadamente desde las siete y media hasta casi las dos. Comía.



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