Page 323 - La sangre manda
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               En su cuarto día de trabajo, Drew despertó con los senos nasales obstruidos y
               un moderado dolor de garganta, pero sin fiebre, al menos por lo que él podía
               detectar. Era capaz de trabajar resfriado, lo había hecho muchas veces a lo

               largo de su vida de docente; se enorgullecía, de hecho, de su capacidad para
               sobrellevarlo, mientras que Lucy, al primer sorbetón, tendía a irse a la cama
               con  los  pañuelos  de  papel,  el  NyQuil  y  unas  revistas.  Drew  nunca  se  lo
               reprochaba,  aunque  a  menudo  le  venía  a  la  cabeza  la  palabra  con  que  su

               madre  describía  esos  comportamientos:  «comodona».  Lucy  tenía  derecho  a
               mimarse durante sus dos o tres resfriados anuales, era una contable autónoma
               y, por tanto, su propia jefa. Eso, en rigor, también era aplicable a él en su año
               sabático…, pero no. En The Paris Review, un escritor —no recordaba quién

               —  había  dicho:  «Cuando  escribes,  el  jefe  es  el  libro»,  y  era  verdad.  Si
               aminoraba  la  marcha,  la  narración  se  desdibujaría,  como  ocurre  con  los
               sueños al despertar.
                    Pasó la mañana en el pueblo de Bitter River, pero con una caja de Kleenex

               a mano. Cuando dio por concluida la jornada (otras dieciocho páginas, estaba
               que se salía), lo asombró ver que había consumido la mitad de los pañuelos.
               La papelera contigua al viejo escritorio de su padre estaba a rebosar. Eso tenía
               su lado positivo; con Aldea, cuando avanzaba a trancas y barrancas, por lo

               general  llenaba  la  papelera  situada  junto  al  escritorio  de  hojas  escritas  y
               desechadas:  ¿Bosque  o  arboleda?  ¿Alce  u  oso?  ¿Era  el  sol  radiante  o
               abrasador? Esas chorradas no estaban presentes en el pueblo de Bitter River,

               que cada vez se resistía más a abandonar.
                    Pero debía abandonarlo. Solo le quedaban unas cuantas latas de picadillo
               de carne y macarrones a la boloñesa. Se le había acabado la leche, y el zumo
               de naranja, ídem. Necesitaba huevos, hamburguesas, quizá un poco de pollo,
               y desde luego media docena de platos precocinados para la cena. Además, no

               le vendrían mal una bolsa de caramelos para la tos y un frasco de NyQuil, el
               medicamento de confianza de Lucy. Esperaba encontrar todo eso en Big 90.
               Si no, tendría que hacer de tripas corazón y conducir, finalmente, hasta St.

               Christopher. Convertir la mentira piadosa que había dicho a Lucy en verdad.
                    Despacio y con un continuo traqueteo, recorrió la Carretera de Mierda y
               paró en Big 90. Para entonces, además de estornudar, tosía, le dolía un poco
               más  la  garganta,  se  notaba  un  oído  tapado,  y  creía  tener,  finalmente,  unas





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