Page 330 - La sangre manda
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del estante de las bebidas alcohólicas de Big 90, donde estaban el licor de
café, el aguardiente de albaricoque y el whisky a la canela Fireball Nips. Pero
le despejó los senos nasales de inmediato, y cuando esa noche habló con
Brandon, su hijo no detectó nada fuera de lo normal. Fue Stacey quien le
preguntó si se encontraba bien. Son las alergias, dijo él, y repitió la misma
mentira a Lucy cuando volvió a ponerse al teléfono. Al menos esa vez no
hubo discusión, solo el inconfundible rastro de frialdad en su voz que conocía
bien.
Fuera también hacía frío. El veranillo de San Martín al parecer había
terminado. Drew sintió unos repentinos escalofríos y encendió un buen fuego
en la estufa. Se sentó cerca en la mecedora de su padre, echó otro trago de
Doctor King y leyó una vieja novela de John D. MacDonald. Según los
créditos del inicio del libro, MacDonald había escrito sesenta o setenta libros.
Ese no tenía problemas para encontrar la palabra o la frase idónea, por lo
visto, y hacia el final de su vida incluso se había forjado cierta reputación
entre los críticos. Afortunado él.
Drew leyó un par de capítulos y después se acostó con la esperanza de que
por la mañana el resfriado hubiera mejorado y no tuviera resaca por efecto del
jarabe para la tos. Durmió mal y soñó mucho. No recordaba gran cosa de esos
sueños a la mañana siguiente. Solo que en uno de ellos estaba en un pasillo
aparentemente infinito con puertas a ambos lados. Una de ellas, tenía la
certeza, conducía al exterior, pero le resultaba imposible decidir cuál probar
y, antes de poder elegir una, despertó en una mañana fría y despejada con la
vejiga llena y las articulaciones doloridas. Recorrió el camino hasta el cuarto
de baño del fondo de la galería maldiciendo a Roy DeWitt y su pañuelo
pringado de mocos.
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Aún tenía fiebre, pero menos, parecía, y la combinación de Polvos para el
Dolor de Cabeza Goody y Doctor King contribuyó a aliviar los otros
síntomas. Trabajó razonablemente bien. Escribió solo diez páginas en lugar
de dieciocho; aun así, era una cantidad asombrosa, tratándose de él. Era cierto
que de vez en cuando tenía que detenerse a buscar la palabra o expresión
idónea, pero lo atribuyó a la infección que se propagaba por su organismo. Y
la palabra o la expresión siempre acudían al cabo de unos segundos y
encajaban perfectamente en su sitio.
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