Page 332 - La sangre manda
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piercing  en  el  labio  se  había  colado:  en  efecto,  sí  era  una  tormenta  del

               nordeste)  y  llegaría  a  TR-90  al  día  siguiente  por  la  tarde  o  la  noche.  Lo
               acompañaban vientos de sesenta y cinco kilómetros por hora, con ráfagas de
               noventa.
                    «Podría  pensarse  que  no  es  tan  grave  —dijo  el  actual  obseso  de  la

               meteorología  en  ese  momento  en  antena,  un  joven  con  una  barba  greñuda
               muy  en  boga  que  a  Drew  le  hacía  daño  en  los  ojos.  El  señor  de  la  barba
               greñuda  era  un  poeta  del  apocalipsis  Pierre;  no  hablaba  precisamente  en
               pentámetros  yámbicos  pero  poco  le  faltaba—.  Lo  que  deben  recordar,  no

               obstante,  es  que  las  temperaturas  descenderán  de  manera  drástica  cuando
               pase  este  frente,  lo  que  significa  que  caerán  en  picado.  La  lluvia  podría
               convertirse en aguanieve, y los conductores del norte de Nueva Inglaterra no
               pueden descartar la posibilidad de hielo negro».

                    Tal vez debería volver a casa, pensó Drew.
                    Pero ya no era solo el libro lo que lo retenía. Pensar en el largo viaje en
               coche por la Carretera de Mierda, exhausto como se sentía, le provocaba aún
               más cansancio. Y cuando por fin llegara a algo medianamente parecido a la

               civilización, ¿acaso debía conducir por la I-95 a fuerza de lingotazos de un
               medicamento para el resfriado que contenía alcohol?
                    «Pero lo más importante —decía el obseso de la meteorología de la barba
               greñuda—  es  que  esta  criatura  va  a  encontrarse  con  un  sistema  de  altas

               presiones  procedente  del  este,  un  fenómeno  muy  poco  común.  Eso  quiere
               decir que nuestros amigos al norte de Boston podrían vérselas con lo que en la
               zona antiguamente llamaban “vendaval de tres días”».
                    Yo el vendaval me lo paso por aquí, pensó Drew, y se llevó la mano a la

               entrepierna.
                    Más tarde, después de intentar en vano echar una siesta —no consiguió
               más que revolverse—, llamó Lucy.
                    —Escúchame,  señor  mío  —dijo.  Él  aborrecía  que  lo  llamara  así;  le

               chirriaba  tanto  como  el  roce  de  uñas  contra  una  pizarra—.  La  previsión
               empeora por momentos. Tienes que volver a casa.
                    —Lucy, es un temporal, lo que mi padre llamaba una ventolera. No una
               guerra nuclear.

                    —Tienes que volver a casa ahora que todavía estás a tiempo.
                    Drew ya estaba harto de aquello, y harto de ella.
                    —No. Tengo que quedarme.
                    —Estás  loco  —dijo  Lucy.  Después,  por  primera  vez  en  la  vida  que  él

               recordara, ella le colgó.




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