Page 337 - La sangre manda
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escudriñar? ¿O quizá mirar? ¿Podía describir a un personaje como ojeroso o

               era mejor decir que tenía los ojos hundidos? Ah, y si elegía ojeroso, ¿era o
               estaba ojeroso?
                    Lo dejó a la una. Había escrito dos páginas, y cada vez le costaba más
               pasar por alto la sensación de que empezaba a recaer en el estado de neurosis

               y agitación del hombre que por poco había quemado su casa hacía tres años.
               Podía instarse a sí mismo a no detenerse por pequeñeces como la duda entre
               las  mecedoras  y  el  banco,  a  dejarse  llevar  por  la  narración,  pero  cuando
               miraba la pantalla todas las palabras se le antojaban inapropiadas. Detrás de

               cada una parecía haber otra mejor oculta, no a la vista.
                    ¿Era posible que aquello fuera un principio de alzhéimer? ¿Podía ser eso?
                    —No seas tonto —dijo, y se horrorizó al oír el sonido nasal de su voz. Y
               la ronquera. Pronto perdería la voz por completo. Aunque allí no tenía a nadie

               con quien hablar, salvo él mismo.
                    Mueve el culo y vuelve a casa. Tienes una mujer y dos preciosos hijos con
               quienes hablar.
                    Pero, si hacía eso, perdería el libro. Eso lo sabía tan bien como sabía su

               propio nombre. Al cabo de cuatro o cinco días, cuando estuviera de regreso en
               Falmouth  y  se  sintiera  mejor,  abriría  los  documentos  de  Bitter  River  y  esa
               prosa  le  parecería  algo  escrito  por  otra  persona,  una  historia  ajena  que  no
               sabría cómo terminar. Irse en ese momento sería como desprenderse de un

               regalo precioso, uno que quizá no volviera a recibir nunca.
                    «Tenía que hacerse el hombre, y acabó en pulmonía», había dicho la hija
               de  Roy  DeWitt,  cuyo  subtexto  era:  Otro  tonto  más.  ¿Y  él  iba  a  hacer  lo
               mismo?

                    La mujer o el tigre. El libro o tu vida. ¿De verdad la elección era así de
               extrema y melodramática? Seguramente no, pero se sentía como diez kilos de
               mierda en una bolsa de cinco kilos, de eso no cabía duda.
                    Una siesta. Necesito una siesta. Cuando despierte, podré decidir.

                    Se  echó,  pues,  otro  lingotazo  del  Elixir  Mágico  del  Doctor  King,  o
               comoquiera que se llamase, y subió por la escalera al dormitorio que Lucy y
               él habían compartido en otras visitas a la cabaña. Se durmió, y al despertar, la
               lluvia y el viento habían llegado, y la decisión se había tomado sola. Tenía

               una llamada que hacer. Mientras aún pudiese.




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               —Hola, cielo, soy yo. Perdona si te he hecho enfadar. En serio.



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