Page 341 - La sangre manda
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empapada. Antes de pensar siquiera en cebar la lámpara, lo asaltó otro acceso

               de tos. Se desplomó en una de las sillas del comedor y se convulsionó hasta
               que  tuvo  la  sensación  de  que  iba  a  desmayarse.  El  viento  ululaba,  y  algo
               golpeó el tejado. A juzgar por el ruido, una rama mucho mayor que la que
               había apartado él poco antes.

                    Cuando se le pasó la tos, desenroscó el tapón del depósito de la lámpara y
               fue en busca de un embudo. No encontró ninguno, así que arrancó una tira de
               papel de aluminio y modeló con ella un tosco embudo. Con los efluvios, le
               entraron ganas de toser otra vez, pero se contuvo hasta que acabó de llenar el

               pequeño  depósito  de  la  lámpara.  Después,  abandonándose  a  la  tos,
               ahogándose y haciendo esfuerzos por tomar aire, se inclinó sobre la encimera
               con la frente ardiendo contra un brazo.
                    Por fin el ataque remitió, pero le había subido la fiebre. Probablemente

               empaparme  no  ha  sido  de  gran  ayuda,  pensó.  En  cuanto  encendiera  la
               Coleman —si conseguía encenderla—, se tomaría otra aspirina. Y una dosis
               de polvos para el dolor de cabeza y un lingotazo de Doctor King para mayor
               seguridad.

                    Accionó el pequeño mando situado a un lado para aumentar la presión,
               abrió el paso de la gasolina, encendió una cerilla de cocina y la introdujo en el
               orificio  de  ignición.  Por  un  momento  no  ocurrió  nada,  pero  de  pronto  los
               manguitos prendieron, emitiendo una luz tan intensa y concentrada que Drew

               contrajo  el  rostro.  Acercó  la  Coleman  al  único  armario  de  la  cabaña  para
               buscar  una  linterna.  Encontró  ropa,  chalecos  de  color  naranja  para  la
               temporada de caza y un viejo par de patines de hielo (recordaba vagamente
               haber patinado en el arroyo con su hermano en las contadas ocasiones en que

               habían  estado  allí  en  invierno).  Encontró  gorros  y  guantes  y  una  antigua
               aspiradora  Electrolux  que  parecía  casi  tan  útil  como  la  sierra  de  cadena
               oxidada del cobertizo de las herramientas. No había linterna.
                    El viento arreció hasta convertirse en un chillido en torno a los aleros que

               le  taladró  la  cabeza.  La  lluvia  azotaba  las  ventanas.  La  última  luz  del  día
               seguía  desvaneciéndose,  y  pensó  que  iba  a  ser  una  noche  muy  larga.  La
               expedición al cobertizo y la pugna con la lámpara para encenderla lo habían
               mantenido ocupado, pero, una vez concluidas esas tareas, tuvo tiempo para el

               miedo.  Estaba  allí  aislado  a  causa  de  un  libro  que  (ya  podía  admitirlo)
               empezaba  a  evolucionar  como  todos  los  anteriores.  Estaba  aislado,  estaba
               enfermo, y posiblemente su estado se agravaría.
                    —Podría morirme aquí —dijo con su nueva voz ronca—. Sin duda.







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