Page 342 - La sangre manda
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Mejor  no  pensar  en  eso.  Mejor  llenar  la  estufa  de  leña  y  encenderla,

               porque  la  noche,  además  de  larga,  iba  a  ser  fría.  «Las  temperaturas
               descenderán de manera drástica cuando pase este frente», ¿no eran esas las
               palabras del obseso de la meteorología con su barba greñuda? Y la mujer de
               la tienda, la del piercing en el labio, había dicho lo mismo. Usando incluso la

               misma metáfora (si era una metáfora), que equiparaba la temperatura con un
               objeto físico que podía caer en picado.
                    Eso lo llevó de nuevo a Jep, el ayudante del sheriff, que no era lo que se
               dice el niño más listo de la clase. ¿En serio? ¿De verdad había creído que eso

               serviría?  Era  una  metáfora  de  mierda  (si  es  que  podía  siquiera  llamarse
               metáfora). No solo pobre, sino muerta ya antes de nacer. Mientras llenaba la
               estufa,  su  mente  febril  pareció  abrir  una  puerta  secreta  y  pensó:  Se  fue  a
               vendimiar y llevó uvas de postre.

                    Mejor.
                    La cabeza le fallaba más que una escopeta de feria.
                    Mejor aún, por la ambientación en el oeste.
                    Más  tonto  que  el  asa  de  un  cubo.  Menos  luces  que  un  barco  pirata.

               Corría solo y llegó el segun…
                    —Basta —casi suplicó.
                    Ese era el problema. La puerta secreta era el problema, porque…
                    —Escapa a mi control —dijo con su voz ronca, como si croara: Más tonto

               que una rana con daño cerebral.
                    Drew se golpeó el costado de la cabeza con el pulpejo de la mano. La
               jaqueca se exacerbó. Se golpeó una vez más. Y otra. Cuando consideró que ya
               era suficiente, puso unas hojas de revista arrugadas bajo un poco de yesca,

               encendió  una  cerilla  frotándola  contra  la  tapa  de  la  estufa  y  vio  cómo  se
               elevaban las llamas.
                    Todavía  con  la  cerilla  encendida  en  la  mano,  miró  las  hojas  de  Bitter
               River  apiladas  junto  a  la  impresora  y  pensó  qué  ocurriría  si  les  prendiera

               fuego. Cuando quemó La aldea de la colina, no llegó a incendiar la casa; los
               camiones de bomberos llegaron antes de que las llamas hicieran mucho más
               que chamuscar las paredes de su despacho, pero allí en la Carretera de Mierda
               no habría camiones de bomberos, y el temporal no sofocaría el fuego cuando

               este se propagase, porque la cabaña era vieja y estaba reseca. Vieja como el
               mundo, reseca como el… de tu abuela.
                    La llama que recorría la cerilla le llegó a los dedos. Drew la sacudió, la
               echó al fuego de la estufa y cerró la compuerta.

                    —No es un mal libro y no voy a morir aquí —dijo—. Eso no va a ocurrir.




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