Page 344 - La sangre manda
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exultante.  Podía  tratar  de  convencerse  de  que  era  cosa  de  la  fiebre,  pero

               cuando Aldea se torció, él se hallaba en perfecto estado de salud. Lo mismo
               podía decirse con respecto a los otros dos casos. Al menos físicamente.
                    Se  puso  en  pie,  acompañando  con  muecas  los  dolores  que  ya  parecían
               afectarle a todas las articulaciones, y se dirigió hacia la puerta procurando no

               renquear. El viento se la arrancó de la mano y la estampó contra la pared. La
               agarró y la sujetó. La ropa se le adhirió al cuerpo y el cabello se le aplanó
               hacia  atrás  desde  la  frente.  La  noche  era  negra  —negra  como  las  botas  de
               montar del diablo, negra como un gato negro en una mina de carbón, negra

               como el culo de una marmota—, pero distinguió el contorno del Suburban y
               (quizá) las ramas que se agitaban por encima al otro lado. Aunque no podía
               estar del todo seguro, le pareció que el árbol no había caído sobre el Suburban
               sino sobre el cobertizo de las herramientas, cuya techumbre sin duda había

               hundido.
                    Cerró la puerta empujándola con el hombro y echó el cerrojo. No esperaba
               la llegada de intrusos en una noche de perros como esa, pero no quería que el
               viento la abriese mientras estaba en la cama. Y se iba a la cama. Recorrió la

               distancia hasta la encimera de la cocina a la luz vacilante e incierta de las
               ascuas y encendió la lámpara Coleman. Bajo su resplandor, la cabaña ofrecía
               un  aspecto  irreal,  como  iluminada  por  un  flash  que,  en  lugar  de  apagarse,
               seguía y seguía. Sosteniéndola ante sí, cruzó el salón hasta la escalera. Fue

               entonces cuando oyó que algo arañaba la puerta.
                    Una rama, se dijo . Arrastrada hasta ahí por el viento y enganchada en
               algo, quizá el felpudo. No es nada. Acuéstate.
                    Volvió a oírse el roce, tan leve que no habría llegado a percibirlo si el

               viento  no  hubiese  decidido  amainar  en  ese  instante.  No  parecía  una  rama;
               parecía una persona. Como alguien extraviado en la tormenta, herido o tan
               débil que ni siquiera podía llamar a la puerta y por eso solo la arañaba. Pero
               ahí  fuera  no  había  nadie…  ¿O  sí?  ¿Podía  estar  del  todo  seguro?  Estaba

               oscurísimo. Negro como las botas de montar del diablo.
                    Drew se acercó a la puerta, descorrió el cerrojo y abrió. Alzó la lámpara
               Coleman. Allí no había nadie. De pronto, cuando se disponía a cerrar, bajó la
               vista y vio una rata. Probablemente una rata parda, no enorme pero bastante

               grande.  Yacía  en  el  raído  felpudo,  y  con  una  pata  extendida  —rosada,
               extrañamente humana, como la mano de un bebé— arañaba aún el aire. Tenía
               el pelaje, marrón negruzco, salpicado de fragmentos de hojas, ramitas y gotas
               de sangre. Lo miraba con sus ojos negros saltones. Su costado se agitaba. Esa







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