Page 346 - La sangre manda
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He aquí algo interesante, se dijo. Antes he pensado en ese animal como

               «Señora Rata». Ahora que he decidido matarlo, lo considero un «bicho».
                    La rata continuaba en el felpudo. El aguanieve había empezado a cuajar
               en su pelaje. La pata rosada (tan humana, tan humana) seguía escarbando el
               aire, aunque a un ritmo más lento.

                    —Voy a hacerle un favor —dijo Drew.
                    Alzó la pala…, la sostuvo a la altura del hombro en ademán de golpear…
               y la bajó. ¿Y por qué? ¿Por la pata en lento movimiento? ¿Por los ojos negros
               y brillantes?

                    Un  árbol  había  aplastado  la  vivienda  de  la  Señora  Rata  y  la  había
               aplastado a ella (otra vez Señora), que de algún modo había logrado llegar a
               rastras hasta la cabaña —sabía Dios el esfuerzo que le habría representado—,
               ¿y esa iba a ser su recompensa? ¿Otro aplastamiento, este definitivo? Drew se

               sentía bastante aplastado él mismo en esos momentos y, fuera ridículo o no
               (probablemente lo era), experimentó cierto grado de empatía.
                    Entretanto, el viento lo helaba, el aguanieve le golpeaba el rostro, y volvía
               a tiritar. Tenía que cerrar la puerta y no iba a permitir que la rata muriese

               lentamente en la oscuridad. Y para colmo en un puto felpudo.
                    Drew dejó la lámpara y, valiéndose de la pala, recogió al bicho (tenía su
               gracia lo mudable que era la dichosa denominación). Se acercó a la estufa y
               ladeó  la  pala  para  depositar  a  la  rata  en  el  suelo.  Aquella  pata  rosada

               continuaba arañando. Drew apoyó las manos en las rodillas y tosió hasta que
               tuvo arcadas y aparecieron puntos ante sus ojos. Cuando se le pasó el ataque,
               llevó de nuevo la lámpara al sillón de lectura y se sentó.
                    —Ahora  ya  puedes  morirte  —dijo—.  Al  menos  ya  no  estás  a  la

               intemperie y puedes hacerlo en un sitio caldeado.
                    Apagó la lámpara. Ahora la única iluminación la proporcionaba el tenue
               resplandor rojo de las ascuas semiapagadas. La intermitencia con que este se
               intensificaba  y  amortecía  le  recordó  la  forma  en  que  aquella  diminuta  pata

               rosada había arañado… y arañado… y arañado. Seguía haciéndolo, advirtió.
                    Debería avivar el fuego antes de acostarme, pensó. Si no, por la mañana
               esto estará más frío que la tumba de Grant.
                    Pero la tos, que había remitido de forma temporal, sin duda le vendría otra

               vez si se levantaba y empezaba a remover la flema. Y estaba cansado.
                    Además, has dejado a la rata muy cerca de la estufa. Me parece que la
               has entrado para que muera de muerte natural, ¿no? No para asarla viva. Ya
               avivarás el fuego por la mañana.







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