Page 350 - La sangre manda
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—En  realidad,  esto  no  es  ni  mucho  menos  una  de  esas  situaciones

               mágicas de realización de un deseo —dijo—. Se trata más bien de un trato
               mercantil.  O  un  trueque  fáustico.  Desde  luego  no  se  parece  en  nada  a  los
               cuentos de hadas que yo leía de niño.
                    La  rata  se  rascó  detrás  de  una  oreja,  manteniendo  de  algún  modo  el

               equilibrio. Admirable.
                    —Todos  los  deseos  de  los  cuentos  de  hadas  tienen  un  precio.  Y  ya  no
               digamos en el caso de La pata de mono. ¿Lo recuerdas?
                    —Ni siquiera en un sueño —respondió Drew— cambiaría a mi mujer o a

               uno de mis hijos por un western sin pretensiones literarias.
                    En cuanto las palabras salieron de su boca, cobró conciencia de que esa
               era la razón por la que había acogido la idea de Bitter River tan a ciegas; su
               novela  del  oeste  guiada  por  la  trama  nunca  aparecería  apilada  junto  a  la

               siguiente obra de Rushdie o Atwood o Chabon. Por no hablar ya de Franzen.
                    —Eso nunca te lo pediría —dijo la rata—. En realidad, estaba pensando
               en Al Stamper. Tu antiguo jefe de departamento.
                    Ante eso Drew enmudeció. Se limitó a mirar a la rata, que le devolvió la

               mirada con aquellos ojos negros y brillantes. El viento soplaba en torno a la
               cabaña, a veces en ráfagas tan intensas que sacudían las paredes; proseguía el
               repiqueteo de la aguanieve.
                    «De  páncreas»,  había  dicho  Al  cuando  Drew  comentó  su  sorprendente

               pérdida de peso. Pero, había añadido, no era necesario que nadie se pusiera a
               redactar aún la necrológica. «Los médicos lo detectaron relativamente pronto.
               Hay mucha confianza».
                    Pero, al verlo —la piel cetrina, los ojos hundidos, el cabello sin vida—,

               Drew  no  había  sentido  la  menor  confianza.  La  palabra  clave  en  lo  que  Al
               había  dicho  era  «relativamente».  El  cáncer  de  páncreas  era  taimado;  se
               escondía. El diagnóstico equivalía casi siempre a una pena de muerte. ¿Y si
               moría? Seguiría un duelo, por supuesto, y Nadine Stamper sería la principal

               doliente;  llevaban  casados  unos  cuarenta  y  cinco  años.  Los  miembros  del
               departamento  de  Literatura  lucirían  un  brazalete  negro  durante  cosa  de  un
               mes. La necrológica, extensa, destacaría los numerosos logros y premios de
               Al. Se mencionarían sus libros sobre Dickens y Hardy. Pero tenía setenta y

               dos años como mínimo, quizá incluso setenta y cuatro, y nadie diría que Al
               Stamper murió joven, o que no había realizado plenamente sus posibilidades.
                    Entretanto,  la  rata  lo  observaba,  con  las  patas  rosadas  ahora  encogidas
               contra el pecho peludo.







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