Page 354 - La sangre manda
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acudirían, y así era. Encestaba desde toda la cancha, encestaba triples desde
su campo.
Ahora escribía con la máquina de su padre, aporreaba las teclas hasta que
le dolían los dedos. Eso también le traía sin cuidado. Había llevado en su
interior ese libro, esa idea surgida de la nada mientras esperaba en una
esquina; ahora el libro lo llevaba a él.
Vaya un magnífico viaje.
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Se hallaban sentados en el sótano húmedo sin más luz que la
lámpara de queroseno que el sheriff había encontrado arriba,
Jim Averill a un lado y Andy Prescott al otro. Al resplandor
rojo anaranjado de la lámpara, el chico no aparentaba más de
catorce años. Desde luego, no parecía el joven matón medio
borracho y medio loco que había volado la cabeza a aquella
chica. Averill pensó que la maldad era una cosa muy extraña.
Extra ña y taimada. Encontraba el camino de entrada, como una
rata encuentra el camino de entrada a una casa, se come todo
aquello que uno, por estupidez o pereza, no ha guardado y,
cuando acaba, desaparece con la tripa llena. ¿Y qué había
quedado dentro de Prescott cuando la rata-asesina lo abandonó?
Eso. Un muchacho asustado que colgaría de una soga por un
crimen que, según él, ni siquiera recordaba. Afirmaba que te nía
amnesia, y Averill lo creía.
—¿Qué hora es? —preguntó Prescott.
Averill consultó su reloj de bolsillo.
—Casi las seis. Cinco minutos más que la última vez que
me lo has preguntado.
—¿Y la diligencia llega a las ocho?
—Sí. Cuando esté poco más o menos a kilómetro y medio
del pueblo, uno de mis ayudantes
Drew se interrumpió y fijó la mirada en la página colocada en la máquina
de escribir. Un rayo de sol acababa de iluminarla. Se puso en pie y se acercó a
la ventana. En el cielo asomaba algo de azul. Un retazo de azul que bastaba
para hacer un par de monos de trabajo, habría dicho su padre, pero iba en
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