Page 345 - La sangre manda
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pata  rosada  seguía  arañando  el  aire,  tal  como  había  arañado  la  puerta.  Un

               sonido levísimo.
                    Lucy aborrecía a los roedores, gritaba hasta desgañitarse si veía aunque
               solo  fuera  un  ratón  de  campo  corretear  junto  al  zócalo,  y  de  nada  servía
               decirle que esa bestezuela minúscula y lustrosa estaba más amedrentada que

               ella.  A  Drew  no  le  entusiasmaban  los  roedores,  y  sabía  que  transmitían
               enfermedades —hantavirus, fiebre por mordedura de rata, y esas eran solo las
               dos  más  comunes—,  pero  nunca  había  experimentado  la  aversión  casi
               instintiva de Lucy. Lo que sintió por aquella fue básicamente lástima. Quizá

               se debía a esa diminuta pata rosada que continuaba arañando la nada. O tal
               vez a las motas de luz blanca de la lámpara Coleman reflejada en sus ojos
               oscuros.  Yacía  allí,  jadeando  y  mirándolo  con  sangre  en  el  pelaje  y  los
               bigotes. Deshecha por dentro y probablemente moribunda.

                    Drew se inclinó, apoyándose una mano en el muslo, y sostuvo la lámpara
               en alto con la otra para verla mejor.
                    —Estabas en el cobertizo de las herramientas, ¿no?
                    Casi  seguro.  El  árbol  había  caído,  había  atravesado  la  techumbre  y

               destruido el feliz hogar de la Señora Rata. ¿La había alcanzado una rama o un
               fragmento de la techumbre cuando intentaba escabullirse en busca de un lugar
               seguro? ¿Quizá un cubo de pintura seca? ¿Había resbalado de la mesa la vieja
               sierra de cadena McCulloch de su padre y le había caído encima? Daba igual.

               Lo  que  fuera  la  había  aplastado  y  tal  vez  le  había  roto  el  espinazo.  En  su
               pequeño  depósito  de  rata  solo  había  quedado  gasolina  suficiente  para
               arrastrarse hasta allí.
                    El viento volvió a arreciar y arrojó aguanieve contra la cara caliente de

               Drew.  Espículas  de  hielo  azotaron  la  pantalla  de  la  lámpara,  silbaron,  se
               fundieron y resbalaron por el cristal. La rata jadeaba. Una rata en el felpudo,
               si puedo la ayudo, pensó Drew. Solo que ya nada podía hacerse por la rata del
               felpudo. No había que ser un genio para verlo.

                    Solo que, naturalmente, algo sí podía hacer.
                    Drew se acercó al enchufe sin corriente de la chimenea, deteniéndose una
               vez a causa de un ataque de tos, y se inclinó sobre el soporte que contenía la
               pequeña  colección  de  herramientas  para  el  fuego.  Se  planteó  utilizar  el

               atizador, pero hizo una mueca ante la posibilidad de ensartar a la rata con él.
               Optó por la pala para la ceniza. Un golpe seco bastaría para acabar con el
               sufrimiento  del  bicho.  Después  podía  usar  la  misma  pala  para  retirarlo  del
               porche. Si Drew sobrevivía a la noche, no tenía ningunas ganas de iniciar el

               día siguiente pisando el cadáver de un roedor.




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