Page 239 - Lara Peinado, Federico - Leyendas de la antigua Mesopotamia. Dioses, héroes y seres fantásticos
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Habiendo  oído  a  su  madre  tal  petición  y  las  promesas  que  le
    ofrecía,  el  campeón  se  retorció  con  rabia,  tomó  coraje  y  avanzó,
    sin  más  tardanza,  hacia  la  montaña  de  Anzu.  Embridó  los  Siete
    Asaltos, embridó los Siete Vientos malvados, embridó los  Siete Tor­
    bellinos que remueven el polvo, disponiendo con todo ello un temi­
    ble  batallón  que  lanzó  al  combate.
       Esperando  el  belicoso  encuentro  el Aquilón  permanecía junto
    a  él,  atento.  Fue  en  plena  montaña  en  donde  el  dios  y Anzu  se
    encontraron  frente  a  frente.  Cuando Anzu  lo  vio, avanzó  hacia  él,
    rechinando  los  dientes, como  una  fiera. Recubrió  la  montaña  con
    su resplandor sobrenatural. Pleno de furor, rugiendo como un león,
    el  corazón lleno  de  rabia, gritó  al  campeón:
       — ¡He  monopolizado  todos  los  me!  ¡Poseo  todos  los  poderes
    divinos!  ¿Quién  eres  tú  para  venir  a  luchar  contra  mí?  ¡Explícate!
       De  aquella  manera Anzu  provocaba  a  Ninurta, lanzándole  tales
    palabras.
       Habiéndolas  oído, Ninurta respondió  a Anzu:
       — He  venido  a  encontrarte  siguiendo  las  órdenes  de Anu,  de
    Duranki,  fundador  de  la  vasta  tierra, y  de  Ea,  el  soberano  de  los
    destinos.
       Cuando  Anzu  oyó  aquello,  lanzó  un  clamor  salvaje  desde  su
    montaña. Las  tinieblas  reinaban, la  montaña  había velado  su  rostro.
    Y   Shamash, la  divina  luz, se  había  oscurecido. El  trueno  retumba­
    ba  poderosamente  al  mismo  tiempo  que Anzu. Desde  las  primeras
    escaramuzas, estando a punto la pelea, se abatió un diluvio. El pecho
    de  la  coraza  de Anzu  estaba  ensangrentado,  desde  las  nubes  llovía
    la muerte, fulguraban las flechas. Entre ambos bandos contendientes
    el  combate  era  rabioso.  El  sublime  y  poderoso  hijo  de  los  dioses,
    el  querido  de  Mammi, el  auxiliar  de Anu y  de  Dagan,  el  preferi­
    do  del  príncipe Ea, puso  tirante  su  arco  y lo  armó. Después  desde
    la  panza  del  arco  le  disparó  una  flecha,  pero  la  flecha  regresó  sin
    haber  tocado  a Anzu  porque  éste  le  había  gritado:
       — ¡Flecha  que  me  llegas, vuelve  a  tu  caña!  ¡Vuelve  a  tu  forro,
    madera  del  arco!  ¡Cuerda, vuelve  al  espinazo  del  cordero!  ¡Plumas
    de  la  flecha, volved a  vuestro  pájaro!


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