Page 272 - Lara Peinado, Federico - Leyendas de la antigua Mesopotamia. Dioses, héroes y seres fantásticos
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el  deseo  de  hacer  una  hecatombe  para  exterminar  a  los  «cabezas
       negras»  y  hacer perecer  a  las  bestias  de  Shakkan,  dios  de  animales
       y bosques, que ellos sean tus furiosas armas y que marchen a tu lado.

          — Furiosos, blandiendo  sus  armas, los  Sebitti  le  dicen  a  Erra:
          — ¡En pie!  ¡Adelante! ¿Por qué, como un débil anciano, estás ocio­
       so en la ciudad y permaneces en tu casa como un niño llorón? Como
       quien  no parte  al  combate, ¿hemos  de  comer el pan  de  las  mujeres?
       Como  si  no  conociéramos la  batalla, ¿tendremos  miedo  y  temblare­
       mos?  ¡Marchar  al  combate  es  para  los jóvenes  valerosos  como  ir  a
       una  fiesta!  Quien  permanece  en  la  ciudad, incluso  si  es  el  príncipe,
       no  puede  saciarse  de  pan. Será avergonzado por su  pueblo y su  per­
       sona será despreciada. ¿Cómo podrá tender su mano al que parta para
       el  combate? Aquel  que  permanezca  en  su  ciudad, por  más  grande
       que  sea su  fuerza, ¿cómo  y  en  qué  podrá  ser más  fuerte  que  el  que
       marche al combate?  ¡El abundante pan de las  ciudades, por más apre­
       ciado  que  sea, no  vale  más  que  una hogaza  cocida  en las  brasas!  ¡La
       dulce  cerveza  nashpu  no  vale  más  que  el  agua  del  odre!  ¡El  palacio
       sobre  su  terraza  no  es  parangonable  a  una  cabaña  en  pleno  campo!
          Después  de  aquellas  palabras  con las  que  los  Sebitti  querían ja­
       lear a Erra para que se dispusiera a combatir, aquellos héroes sin rival
       continuaron  hablándole.
          — ¡Héroe  Erra  parte, pues, al  combate!  ¡Haz  resonar  tus  armas!
       Lanza  tu  grito  tan  fuerte  que  haga  temblar  tanto  a  los  de Arriba
       como  a  los  de Abajo.  ¡Que  al  oírlo,  los  Igigi  exalten  tu  nombre!
       ¡Que  los Anunnaki lo  escuchen y  teman  tu  nombre!  Que  al  oírlo,
       los  dioses  se  inclinen  bajo  tu  yugo  y  que  los  príncipes  se  arrodi­
       llen  a  tus  pies.  Que  al  oírlo, todos  los  países  te  aporten  su  tributo.
       Que los  demonios gallu lo  escuchen y  que  por sí  mismos  se  apar­
       ten  de  ti.  Que  al  oírlo,  el  poderoso  se  muerda  los  labios.  Que  al
       oírlo,  las  altas  montañas  se  espanten  y  bajen  su  cabeza.  Que  los
       embravecidos  mares, al oírlo, queden perturbados y destruyan  todo
       lo que producen. Que en el oquedal potente queden rotos los tron­
       cos  de  sus  árboles.  Que  en  el  impenetrable  cañaveral  sean  quebra­
       das las cañas. Que los hombres se asusten y se aplaque así su tumul-


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