Page 104 - El nuevo zar
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Colombia. Putin mantuvo un asiento en el directorio de la empresa durante
               años.[40]  Putin  autorizó  también  a  otra  compañía,  la  Petersburg  Fuel
               Company, que también involucraba a Smirnov y al presunto líder de la familia
               criminal Tambov, Vladímir Kumarin, cuyas actividades eran tan infames en la

               década  de  1990  que  fue  apodado  «el  Gobernador  Nocturno».  La  empresa
               recibiría el derecho exclusivo de proveer de gasolina a la ciudad.[41]

                    A  pesar  de  su  proximidad  con  el  poder  y  el  control  de  transacciones

               gubernamentales  valoradas  en  millones  de  dólares  —sumas  inimaginables
               para  un  oficial  de  inteligencia  de  bajo  rango—,  Putin  aún  vivía
               modestamente,  o  al  menos  no  de  forma  tan  ostentosa  como  Sobchak  y  la

               generación  de  los  «nuevos»  empresarios  rusos,  que  muy  pronto  estaban
               amasando enormes fortunas y vistiéndose en conformidad. Como vicealcalde,
               se le asignó una dacha estatal en Zelenogorsk —había pertenecido antes al

               consulado de Alemania Oriental, nada menos— y, aunque estaba ubicada a
               unos 50 kilómetros del centro de la ciudad, mudó a su familia allí, en lugar de

               seguir  viviendo  cerca  de  Smolni  con  sus  padres.  Putin  luego  adquirió  un
               apartamento en la ciudad, en la isla Vasílievski —supuestamente de Sobchak,
               que fue acusado de transferir cientos de propiedades a manos privadas—, y se
               dedicó  a  renovarlo  poco  a  poco.  Liudmila  trabajaba  en  la  universidad

               enseñando  alemán  (aunque  el  suyo  distaba  de  ser  perfecto)  y  llevaba  a  las
               niñas al colegio, a natación, a las lecciones de violín que habían comenzado

               por insistencia de Serguéi Rolduguin. Era una vida ajetreada, pero tan segura
               como la de cualquiera en la Rusia turbulenta de los años noventa, cuando todo
               parecía pender de un hilo, incluso para los Putin.






               La euforia política que siguió al colapso de la Unión Soviética se evaporó en
               menos de un año. La «terapia de choque» que impuso el Gobierno de Boris

               Yeltsin para introducir el capitalismo fracasó en detener la implosión de la
               economía: el producto interior bruto cayó más del 10 % en cada uno de los
               primeros  años  de  la  nueva  década.  Yeltsin  buscaba  disputarle  el  control

               político al Congreso de los Diputados del Pueblo y al Sóviet Supremo, por
               entonces alojados en el edificio junto al dique del río Moscú conocido como
               «la  Casa  Blanca».  En  marzo  de  1993,  Yeltsin  impuso  el  régimen

               presidencialista  y  anunció  que  disolvería  el  Congreso  hasta  que  se  pudiera
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