Page 110 - El nuevo zar
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la mayoría de sus satélites. Los primeros Juegos de la Buena Voluntad se
habían celebrado en Moscú en 1986; los segundos, en Seattle en 1990. Turner
quería que retornaran a la nueva Rusia en 1994, y Sobchak estaba ansioso por
exhibir la ciudad, aun cuando mal podía permitirse la inversión necesaria.
Putin estaba acompañando a la pareja a una serie de reuniones cuando su
secretaria, finalmente lo localizó en el hotel. Entonces se escabulló para
acudir a la sala de emergencias.
—No se preocupe, no corre peligro —le dijo el cirujano a cargo—. Solo
vamos a entablillar y todo irá bien.
—¿Estáis seguros? —preguntó.
—Absolutamente —respondió el cirujano, y Putin, sin haber visto a su
esposa, regresó a sus reuniones.
Mientras tanto, Yentáltseva llevó a Katia al hospital y recogió a Masha de
la escuela. Putin le pidió a Yentáltseva que pasara la noche con ellos en la
dacha familiar. También le pidió que llamara a Yuri Shevchenko, uno de los
médicos más destacados de la Academia Médica Militar (que luego sería
ministro de Salud). Era ya la tarde cuando finalmente logró comunicarse con
Shevchenko, que inmediatamente envió a un médico de la clínica de la
academia. Liudmila recordó despertar y sentir la mano cálida de él
sosteniendo las de ella. «Me hizo entrar en calor y supe que me habían
salvado.» El médico organizó el traslado al hospital militar y una radiografía
halló las lesiones medulares, que requerían cirugía de emergencia. Esa noche,
entre reunión y reunión, Putin la visitó por primera vez, y se encontró con
Yentáltseva y las niñas en el parking. Le dijo que era poco probable que
pudiera regresar a casa porque las negociaciones con Ted Turner estaban
programadas para continuar por la noche. Ella se llevó a las niñas a la dacha
y, al no encontrar el interruptor para la calefacción, las acostó en una misma
cama con mantas adicionales. Se despertó sobresaltada cuando Putin llegó a
casa a las tres de la mañana. A las siete ya se había ido otra vez.[5]
Yentáltseva se había vuelto cercana a la familia, así que se quedó con las
niñas hasta que la madre de Liudmila llegó de Kaliningrado. Se había
acostumbrado a la forma adusta, desapasionada de Putin, su reservada
precisión al ocuparse de los asuntos de la ciudad y la respuesta impávida de
cuando mataron a su perro, pero ahora parecía inquieto. «No puedo decir que
estuviera fuera de sí o desorientado sin saber a qué aferrarse —dijo—. No fue