Page 113 - El nuevo zar
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acoger los Juegos de la Buena Voluntad, Sobchak hizo uso de un requisito de
               residencia  que  databa  de  la  era  soviética  —anulado  por  la  Corte
               Constitucional— para desalojar la ciudad de inmigrantes indeseables antes de
               la apertura de los Juegos en julio de 1994.[8]


                    De esa forma, los Juegos de la Buena Voluntad simbolizaron la alcaldía de
               Sobchak:  un  proyecto  improbable  para  estimular  el  prestigio  de  la  ciudad,
               minado por las ásperas realidades de la transición vacilante del país. Habida

               cuenta  de  su  fracaso  para  convertir  a  San  Petersburgo  en  una  capital  de  la
               banca mundial o una zona económica libre y pujante, Sobchak creía que ser
               anfitrión  de  un  suceso  deportivo  internacional  bastaría  para  atraer  a  los

               inversores,  cada  vez  más  huidizos.  Sin  embargo,  la  ciudad  estaba  mal
               preparada, corta de dinero, hoteles e instalaciones deportivas. Luego de gastar
               parte del presupuesto para reparaciones en el metro de la ciudad y pedir más

               dinero  a  Moscú,  la  oficina  de  Sobchak  se  aprestó  a  renovar  los  estadios,
               asfaltar  calles  y  sacarles  brillo  a  las  fachadas  de  muchos  de  los  palacios,

               iglesias  y  monumentos  locales.  Para  cuando  comenzaron,  los  juegos
               rebasaban  de  planificación  deficiente,  problemas  logísticos  y  trabajos  mal
               hechos.  La  pista  de  patinaje  sobre  hielo  cubierta  —los  Juegos  de  Turner
               combinaban  deportes  de  verano  e  invierno—  no  se  congeló,  y  las

               competencias de natación debieron posponerse un día porque el agua de la
               piscina se volvió salobre cuando falló un filtro. El tinte verde incluso provocó

               que  algunos  nadadores  se  salieran  del  agua.[9]  Los  precios  de  las  entradas
               estaban fuera del alcance de los rusos de a pie, con lo que muchos eventos
               tuvieron escaso público, aun en los casos en que las entradas se regalaron. La
               ciudad y el Estado invirtieron 70 millones de dólares en estos juegos y, para la

               mayoría de los residentes, el coste compraba, al decir ruso, poco más que un
               «pueblo de Potemkin».*

                    Sin embargo, las ambiciones de Sobchak no sufrieron mella. Consideró a

               los  juegos  un  ensayo  para  la  candidatura  improbable  de  la  ciudad  para  ser
               sede de los Juegos Olímpicos de 2004. En la nueva Rusia, como en la Unión

               Soviética, el deseo de celebrar los Juegos Olímpicos se volvió una obsesión
               directamente  proporcional  al  anhelo  de  reconocimiento  internacional,  de
               legitimidad  interna  y  externa.  El  boicot  de  los  Juegos  Olímpicos  de  1980
               había  dejado  un  sinsabor  perdurable,  que  solo  podría  olvidarse  cuando  un

               gran líder de la nación pudiera traerlos de regreso. Sobchak no sería ese líder.
               Ya  no  era  ni  siquiera  alcalde  cuando,  en  1997,  el  Comité  Olímpico
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