Page 121 - El nuevo zar
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había  ordenado  su  asesinato.  «¿Qué?  ¿Estás  loco?  —le  contestó  Putin—.
               Mejor mírate al espejo.»[32] La última esperanza de Sobchak era un debate
               televisivo en la última semana antes de la votación, pero allí su elocuencia le
               falló.  Yákovlev  parecía  tranquilo.  Se  sacó  la  chaqueta  y  habló  clara  y

               enérgicamente. Sobchak, sentado y encorvado en su traje, tartamudeaba y le
               costaba  encontrar  las  palabras.  Había  tenido  fiebre  antes  del  debate,  contó

               después,  y  sintió  que  la  lengua  se  le  engrosaba  cuando  comenzó.  Los
               espasmos le estrangulaban la garganta. Cuando se le preguntó acerca de la
               procedencia  sospechosa  de  una  dacha,  Sobchak  no  pudo  responder.  Solo
               después, dijo, supo la verdad: ¡el equipo de campaña de Yákovlev tenía a un

               psíquico entre el público! «Consulté a expertos, y ellos me confirmaron que,
               cuando  el  efecto  hipnótico  es  fuerte,  con  frecuencia  causa  espasmos  en  la

               garganta,  pesadez  en  la  lengua,  dolor  de  cabeza  y  un  gran  aumento  de  la
               temperatura  del  cuerpo  debido  a  la  resistencia  que  opone  este  ante  la
               influencia de energía extraña.»[33] Sobchak no estaba únicamente perdiendo

               las elecciones. También parecía estar perdiendo la cabeza.

                    Finalmente,  Yákovlev  ganó  con  el  47,5  %  de  los  votos;  Sobchak
               consiguió un 45,8 %. En la derrota, Sobchak fue menos que amable. Habida
               cuenta de que nunca se había distinguido por su modestia, comparó su destino

               con el de Winston Churchill, el «salvador del país, el símbolo de la victoria»,
               que fue expulsado mediante las urnas en 1945.[34] Con petulancia, se negó a

               asistir a la ceremonia de investidura de Yákovlev, celebrada en Smolni diez
               días después, y, sin embargo, con todas sus tendencias totalitarias, hizo lo que
               ningún otro funcionario electo de igual prominencia había hecho en Rusia. No
               impugnó los resultados ni intentó de ningún otro modo obstaculizar la victoria

               de Yákovlev: aceptó la derrota y dejó el cargo.

                    «Yo no era un adicto al poder, como Lenin o Yeltsin, y, si hubiera perdido
               las elecciones frente a un rival respetable, la derrota hubiese sido más fácil de

               aceptar»,  escribió  en  una  autobiografía  que  tituló  de  manera  elocuente
               Duzhina nozhei v spinu [Una docena de cuchillos por la espalda]. «Pero, en

               este  caso,  me  preocupaba  que  pudiera  perder  ante  ese  hombre  tan  gris  y
               primitivo, Yákovlev. Me maldije por no haberme dado cuenta de ellos [los
               robos al Gobierno para oficinas de ingeniería privadas], pero lo que más me
               dolió fue la apostasía o traición directa de parte de muchos de los que me

               rodeaban.»[35] Mencionó una excepción: Vladímir Putin.
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